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Reportaje

Mercados nuestros de cada día

La mujer me dice: "Usted ve aquel hoyo en el piso, justo detrás de las latas de aceite (habla mientras ajusta un enorme racimo de plátanos que en breves instantes colocará sobre su cabeza)... sobre las seis de la tarde empiezan a salir de ahí ratas y hurones de todos los tamaños. Son olas de animales que corren de aquí para allá y se meten en los sacos, se encaraman por todos lados y arman su propio show. No quiera usted verlos porque parecen hombres y ni a tiros se pueden matar. Aquí hemos comprado de todos los venenos, pero ni caso les hacen, ya por el olor lo descubren’’.

Ella se llama María de la Cruz y no teme mirarme a los ojos. Antes de acomodarse el racimo sobre la cabeza, trata de sacar del fondo de su voz la historia de otras especies (cucarachas, mosquitos, jejenes, grillos) confundidas con el vaivén de la brisa que se esconde dentro del tiempo. Porque la vida del mercado es un abismo del cual no salimos jamás.

‘‘En el mercado se habla de todo. De la vida y de la muerte, de política y pelota. Pero sobre todo, de sobrevivir’’. María levanta ahora el pesado racimo como si fuera un crujiente pan francés acabado de salir del horno y se lo pone en la cabeza. En breves segundos se pierde entre las miles de personas que se mueven de un lado a otro como ejércitos de hormigas en busca de su propio sacrificio. Nunca más la volveré a ver, pero sus palabras aún retumban en mis oídos con sonido inmortal: ‘‘Por aquí pasa todos los días cerca de un millón de dominicanos. El mercado es un mundo mucho más difícil y complejo que en el que vivimos. Es fácil entrar, pero muy difícil salir. Y nadie puede arreglarlo. Quien lo intente, caerá vencido en sus trampas misteriosas’’.

José Hernández lleva tres años en una casilla fuera del edificio principal por la que paga unos siete pesos diarios de alquiler. La tiene alquilada a la viuda del que fuera su verdadero propietario. ‘‘Párese por ahí, hágase el que está comprando y péguese a cualquier conversación para que se dé gusto oyendo. Pero mientras lo hace, protéjase de olores indiscretos porque en ningún otro lugar del mundo los ‘perfumes’ se aprecian tanto’’. Le hice caso a José y comencé a cruzar algunas mesas cercanas cuando alguien habló a mis espaldas: ‘‘Oye, España, qué tú andas buscando?’’ Yo le dije que nada, lo normal, plátanos y cosas así, y el ‘tíguere’ me replicó: ‘‘Qué va, España, tú estás en otra cvaina tú no andas detrás de la habichuela!’’.

En ese instante, una mujer que cruzaba por mi lado le preguntó a una vendedora ambulante: ‘‘No has visto al Rubio’’. La otra negó con la cabeza y trató de desentenderse, pero ésta le aseguró: ‘‘Si viene por aquí dile que me devuelva el dinero o mis hermanos lo van a venir a patear’’. El ‘tíguere’ se me paró frente a la cara: ‘‘-¿Quieres dólares, España?”, yo negué con la cabeza y miré a la mujer. ‘‘Me vendió un televisor roto’’ ¿Televisor en el mercado?, pregunté para mí, pero parece que la vendedora ambulante descubrió mi asombro: ‘‘Todos los negocios del mundo se hacen aquí. Desde un guineo hasta un cargamento de tabaco. Sí, no me mire de esa forma, porque aquí todo tiene un precio. Y yo le recomiendo que no compre nada aunque se lo den muy barato, porque en la esquina vienen unos ‘tígueres’ armados y se lo quitan’’. En ese instante el ‘tíguere’ simuló empujarme y lo sorprendí en el instante en que metía la mano en mi bolsillo. Salió huyendo.

José llegó ante mí y me alertó: ‘‘¿Usted quiere saber qué se habla en el mercado? ¿Usted cree que en un lugar donde se producen noventa toneladas de basura diarias existan temas especiales? ¿Qué usted sabe de los miles de camiones y vehículos que vienen aquí todos los días haciendo negocios?’’. Ahora miré a mi alrededor y descubrí una ola humana que comenzaba a moverse con más urgencia. ‘‘Este mercado se construyó en 1973 para servir a unos dosciento cincuenta mil mil habitantes, imagínese quién puede controlar esto hoy’’. Quise saber cuánto ganaban al día, y José se echó a reír: ‘‘Mire, don, no pregunte eso donde lo vayan a oír porque nadie sabe realmente cuánto gana o cuánto pierde aquí. Yo, por lo pronto, hoy me he ganado unos dos mil pesos en mi casilla y éste es un día frío. Los vendedores ambulantes a veces hacen más de mil, pero no pregunte, don, compre lo que vino a comprar y siga andando por donde vino que esto no tiene arreglo, sobre todo cuando llueve’’. José miró al cielo que empezaba a poblarse de peligrosas nubes grises. Le hice caso. Y seguí andando.

Norma de los mercados

En los mercados de la capital se distinguen tres tipos de vendedores: el ambulante, el de las mesas y el de las casillas. El ambulante, al no ser fijo, no paga contrato y diariamente tiene que abonar un impuesto.

Las mesas pagan entre cinco, diez y quince pesos diarios y las casillas tienen tarifas entre quince y treinta y cinco pesos, siempre dependiendo del tipo de pabellón y del tamaño del área que ocupen..

Todos días hay un servicio de recogida de basura, además del lavado y fumigado semanal. Para instalarse a vender en un mercado, si es en mesas o casillas, hay que firmar un contrato. El vendedor ambulante, sólo tiene que instalarse y pagar por el espacio que ocupa.

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