Crónica
El gabinete de Guillermo Del Toro
En la idea que tenemos de lo monstruoso campea la maldad en su forma más exagerada. El monstruo, asociado a la fealdad extrema y a la deformidad en su forma física o representación, se nos vuelve abominable y no tiene límite en su capacidad o posibilidad de hacer daño. Destruir, asolar, asesinar. “Monstruo” decimos de un asesino en serie, de un descuartizador de niños, de un violador sin alma.
Pero la palabra, que proviene del latín, no significa otra cosa que el prodigio creado por los dioses, no pocas veces amasado en la oscuridad de la culpa y el pecado, y viene a designar lo excepcional, lo que desafía las reglas de la naturaleza, alterándolas. En la mitología griega son los gigantes de un solo ojo, las mujeres con cabelleras de serpiente, los hombres con cabeza de toro o cuerpo de caballo. En nuestro mundo aborigen, Quetzalcóatl es una mezcla de pájaro y serpiente.
Es lo portentoso, lo extraordinario, lo que no tiene comparación. Por eso Cervantes llamó a Lope de Vega “monstruo de la naturaleza”. Zeus alabando a Hermes.
Hay otra manera, sin embargo, de acercarse a los monstruos, y aún vivir con ellos en la propia casa, tenerlos como parte de la familia. Y es la de Guillermo del Toro: verlos como los “otros” a los que tanto tememos porque no son como nosotros.
Este sería entonces el siglo de los monstruos: los que emigran huyendo de calamidades, la primera de ellas la pobreza, los extranjeros indeseables que cuando traspasan en hordas una frontera, son rechazados por temor. Lo primero que un monstruo inspira es miedo, porque es distinto.
Guillermo del Toro ha sacado en préstamo de su casa en Los Ángeles su colección de monstruos, desplegada en espacios entre góticos y victorianos. Convive con ellos en lo que llama su “bleak house” (la casa lóbrega, lúgubre, desolada), en homenaje a una de las novelas emblemáticas de Dickens, y los ha llevado a su ciudad natal en México para una exhibición memorable amparada por el Museo de las Artes, en el Paraninfo de la Universidad de Guadalajara: “En casa con mis monstruos”.
No son sólo los suyos, creados en sus películas, sino todos los que le han fascinado desde la infancia, cuando era lector devoto de historietas cómicas y también los veía lleno de miedo en la pantalla del televisor. A la noche, asaltaban sus sueños. Aquel niño apasionado por la maravilla, y paralizado por el terror, tuvo que llegar a un acuerdo con las criaturas que lo acosaban: “si me dejan ir a mear, voy a ser su amigo toda la vida”.
El gabinete de Guillermo del Toro es un retrato múltiple de sí mismo. Nos enseña su colección en una puesta en escena de los gabinetes de curiosidades del siglo diecinueve, juntadas por naturalistas y viajeros, y llevadas bajo las carpas por los empresarios de espectáculos que lograban reunir multitudes, tal el Museo de los Seres Increíbles que Phineas Barnum, después célebre cirquero, abrió en Coney Island. Allí podía admirarse tanto la momia de una sirena capturada en el mar del norte, como al diminuto general Tom Thumb, de sesenta centímetros de alto, recibido en audiencia en su día por la reina Victoria Isabel de España.