Crítica literaria

La belleza en el foco

René Rodríguez Soriano crea en “El nombre olvidado” (Hilo de plata Editores, Medellín 2018) un pequeño mundo en el que el viaje y la figura femenina se convierten en hegemónicos. Cada relato lleva por título el nombre de una mujer y al hablar de cada una de ellas se suele referir a otra, como si cada mujer fuera la síntesis de lo femenino o como si una sola mujer remitiera a todas las de su género, de esta manera, en algún sentido, las convierte en una totalidad componiendo a la vez un corpus, aun así, cada uno de estos personajes centrales no pierde su singularidad. Pero el mismo procedimiento con que aborda la construcción de la figura femenina es el que emplea en el tratamiento del espacio: una ciudad remite a otras ciudades ubicadas quizá en el lado opuesto del globo; lo mismo hace con el tiempo, el hoy puede presentarse como un ayer renovado. Así como una mujer es todas las mujeres, y una ciudad, todas las ciudades, un momento es equivalente a otro, pero de un modo artificioso, da la sensación de que el tiempo está constituido por ecos que no siempre logran calcarse fidedignamente, lo que hace que percibamos este mundo con un profundo valor de unidad y conexión.

Sin duda el cuerpo de la mujer es el eje de estos relatos y, además, por supuesto, la condición femenina que emerge de él; sin embargo, esa mujer percibida a través de sus sentidos y descripta con una mirada valorativa y hasta podríamos decir deslumbrada, está inevitablemente asociada en el momento de la percepción a otras mujeres. Esta visión integrativa, la de captar la unidad en función de la totalidad, centrada en una determinada mujer, en un cuerpo femenino que remite a otras mujeres es aplicada a los espacios físicos, así una ciudad es capaz de evocar a otra ciudad, lo que se capta al focalizar el entorno es la totalidad misma y ya que con el tratamiento del tiempo ocurre otro tanto, de un modo definitivo reconocemos que tiempo, paisaje y figura humana constituyen unidades ligadas al conjunto general, esto produce un efecto sugestivo en el lector justamente en un período de nuestra cultura marcado por el principio de integración, fomentado en parte por la práctica continua de la lectura en medios digitales caracterizados por la instantaneidad y la intercomunicación.

El tratamiento de paisaje y la descripción de los cuerpos femeninos van a la par, la mujer surge relacionada con un entorno. Los paisajes preferentemente urbanos son ricos y nutridos, llenos de cines, museos, salas de exposición y concierto. Esta abundancia de belleza y hasta de preciosismo tiene también el cuerpo de la mujer. En una especie de continuidad en la que no aparece ni un atisbo de separación o de quiebre entre el cuerpo de la mujer, el paisaje y el mundo del arte representado en libros, melodías, cuadros, películas, cada elemento da la impresión de relucir, subyuga al narrador, se entrelaza espléndidamente dando la sensación de que el mundo es una joya muy accesible y el eje, reforzado por el título de cada relato, se sintetiza inequívocamente en la personalidad de una mujer. La mujer es un punto de partida que permite la digresión o, mejor aún, la vinculación con el todo, y es a la que siempre se vuelve. La mujer, entonces, presentada como punto de partida y de llegada se convierte en un hilo conector con la belleza en cada una de sus formas. Resulta interesante notar cómo la narración desliza el foco desde la figura de la mujer —presentada generalmente envuelta en el halo de una aparición— hasta la belleza del mundo natural y del mundo cultural, volcado en expresiones artísticas de amplia gama. Este mecanismo se realiza sin solución de continuidad, pareciera que la voz que narra persiguiera la belleza en sus distintas manifestaciones y que la mirada posee la capacidad de seguir su recorrido sin cortes ni alteraciones. La imagen de la mujer es algo penetrante en el recuerdo que incluso exige un ritual casi chamánico con hierbas para ser contrarrestado y se constituye siempre en un núcleo de poder frente a la focalización del narrador. El nombre puede olvidarse, la palabra tal vez se extravíe, pero la imagen jamás desaparece, se mantiene inalterable. En el tono del relato se rastrean rasgos de intimismo y giros conversacionales, es un discurso en voz baja que da cuenta del impacto que producen las distintas bellezas en la conciencia del narrador. Estamos frente a un texto con musicalidad y ritmo. Cada relato tiene un compás que nunca se traba. El sentido de la armonía y la cadencia del ritmo son notables, se registra una tersura en el lenguaje, un equilibrio formal que hace espejo con aquello a lo que la historia alude.

Podría afirmarse que los relatos tienen cierto perfil de estampa y un tono evocativo, lo que acontece se va diluyendo bajo el peso de la imagen, se detecta un ir y venir reflexivo en esa voz que evoca, que focaliza el cuerpo de la mujer o que capta lo esencial de un paisaje. No son los acontecimientos los que van pulsando el entramado del relato sino el poder concentrado de las imágenes y lo que esas intensas imágenes producen en el narrador. De cada texto emana un perfume grato, de sanas emociones, con la emotividad a flor de piel sin que se desborde en ningún momento. La fotografía, en tanto posibilidad o concreción, fija el cuerpo femenino vinculado plásticamente a los distintos paisajes y va modulando la emotividad en cada uno de los relatos.

Existe una consustanciación entre el cuerpo femenino y el mundo. Con estos elementos se entretejen las historias contadas a través de una mirada compasiva y arrobada desde el vamos. Dado que mujer y lugar geográfico se encuentran ensamblados, cada mujer pertenece a su sitio, es referencia de su lugar de origen, es hija de su particular geografía. En este sentido espacio y figura humana se encadenan a su vez a este juego de interconexiones constantes.

El planteo persistente o la pregunta implícita del narrador parece centrarse en lo que se transforma y lo que permanece, se pregunta si él mismo o si una mujer o una ciudad han cambiado. Aquí se observa una compulsa con el tiempo que, obviamente, al ir pasando, todo lo trastoca. La dimensión del recuerdo cobra su tributo pero ese hombre, ese narrador testigo de sí mismo va, con la cámara al hombro, a contar lo que una vez hubo y lo que ahora hay: “No hace otra cosa que remitirme a otro tiempo, otra ciudad y otros lugares (Cuento “Keiko”). Aun así, es el cuerpo de la mujer el sitio que se impone frente a los otros sitios.

Los relatos se encabalgan en el modelo del viaje pero hay una investigación y lo que se investiga son los procesos interiores, la reflexión ante la vida. Mirar es un acto primordial que el ejercicio de fotografiar patentiza con posterioridad. Y en este viaje hacia un determinado lugar se pivotea constantemente el recuerdo de otros viajes realizados al mismo sitio o a otros, cada lugar tiene la capacidad de hacer detonar el valor emotivo de lugares distantes y funciona a modo de caja de resonancia de anteriores visitas. No sería acertado decir que el narrador realiza saltos en el espacio geográfico, sino que se mueve por sucesivos deslizamientos, se trata de un ir y venir como si el universo estuviese compuesto por agua. Una ciudad lleva a la otra, un cuerpo de mujer evoca el cuerpo de otra mujer. En cada sitio visitado por este narrador viajero y testigo a la vez, resuena el mundo entero, se filtran los recuerdos de múltiples viajes por efecto de la ininterrumpida interconexión que la mirada narrativa va estableciendo y que tiene que ver con la propia interioridad y con sentimientos personales. Así el viaje por el mundo es un viaje que atraviesa la emocionalidad, y lo que finalmente nos comunica es que de la misma forma en que una foto no puede repetirse, la vida tampoco. En estos recorridos por el mundo, la figura femenina, la memoria y la interioridad no faltan reflexiones sobre la política en los diferentes lugares, sobre el deporte o las costumbres locales. En alguna medida la mirada sobre el mundo es cercana a la del poeta Pablo Neruda en lo referente a la mujer y el paisaje, aquí en El nombre olvidado el cuerpo de la mujer se vuelve mítico y el paisaje, alucinante. Este libro podría pensarse a la manera de un diálogo en voz baja con cada una de las mujeres que da título a estas historias construidas en torno a su figura; punto nuclear del acontecer que, antes que nada, expresa la aventura interior de un narrador fascinado ante lo que mira; él sabe cómo traerlas a escena y hacerlas pasear por el paisaje y al mismo tiempo logra convertirlas en interlocutoras indiscutibles de su cálidos y bien perfilados relatos.

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IRMA VEROLÍN [Buenos Aires, 1953], publicó libros de cuento y novelas, algunos títulos en literatura infantil y tres libros de poemas editados recientemente. Entre las distinciones obtenidas se destacan el Premio Fondo Nacional de las Artes en cuento, Premio Emecé, Primer Premio Municipal de la ciudad de Buenos Aires y Primer Premio internacional “Horacio Quiroga. Entre otros, ha publicado: Una luz que encandila, El camino del tiempo y La mujer invisible. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.

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