MÍNIMO DIETARIO
Nueva York en el otoño
Camino sin rumbo fijo por Nueva York, en este comienzo lluvioso del otoño. Broadway es una especie de gigantesco bazar en el que Cervantes se sentiría como en casa. El español y el inglés confundidos en un mestizaje que no deja de resultarme extraño. Me paro en una esquina a tomar un respiro y me parece que estoy en Santo Domingo al ver los puestos callejeros en el que se expenden yuca y boniato, aguacates venidos del Cibao, de piel fina y reluciente, soleadas papayas y piñas rugosas, guineos y plátanos de un verde luminoso y esperanzador. Las barberías en las que dormitan los jóvenes barberos, celular en mano, permanecen abiertas hasta bien entrada la tarde. Numerosas madres abarrotan los colmados, con racimos de niños alrededor; el tráfico es fluido y abundante. La complicada climatología que me cubre de humedad, hace más accidentada mi travesía. Soy feliz entre gente desconocida, en medio de esta urbe en la que vine al mundo hace más de 40 años y que voy conociendo como si fuera una novia tardía, añeja pero todavía hermosa. Esta mañana, al llegar, he visitado el edificio en el que mis padres vivieron sus primeros años de casados, a mediados de los años sesenta. Mi madre recién salida de Asturias; mi padre, un exiliado cubano más. La calle sigue siendo hermosa, arbolada y estrecha. El edificio está bien conservado y luce el mismo ladrillo rojo que sirve de fondo a la foto que mamá se hizo tomar durante la primera semana de su llegada. En ella tiene el pelo recogido, y su rostro y su mirada la muestran risueña, con sus piernas largas que tanto le gustaban a papá. Hoy, al pisar ese pequeño espacio de la foto, la he sentido muy dentro y he deseado volver a aquel tiempo primerizo de nuestras vidas, para sentir su beso o su abrazo, para verla joven y fuerte en medio de la terrible nevada. Un poco más tarde he visitado la iglesia donde me bautizaron. Vieja, destartalada, vacía, la iglesia fue fundada en 1922 y sobre su rostro de ladrillo el tiempo no ha pasado en vano. Ahora, mientras escribo estas notas, solitario y cansado, siento un rastro de melancolía. Me asalta la duda de tal vez no haber vivido plenamente, de haber perdido algo ya para siempre. Me pregunto cómo hubieran sido nuestras vidas si hubiésemos permanecido en esta ciudad, si no nos hubiéramos marchado y mamá estuviera todavía en aquel umbral de la foto, sonriendo, primaveral y bella. Es triste comprobar que no lo sabré nunca.