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REFLEXIÓN

No tengo más remedio

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Teresa Valentí BatlleSanto Domingo

SANTO DOMINGO.- Estamos en el año Paulino. Hoy, San Pablo nos sacude fuerte con sus palabras. Pablo tiene certezas interiores, experiencias de Cristo Jesús que han transformado su vida y quiere confi rmarlas en sus cartas. Sabe que, ante todo, ha sido llamado como apóstol (Gal 1, 15-16). Para Pablo la predicación es más bien un deber impuesto por divina elección que un honor. De Ahí que se considere sin derecho a recompensa alguna por su trabajo apostólico. En un acto de humildad, Pablo consideró su apostolado como una prestación obligatoria: “No tengo más remedio y ¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!”. Y lo anunció de balde, con sufrimientos y tribulaciones, entregando su vida gozosa y gratuitamente en la misión que Cristo Jesús le confi ó. Pablo admite para los servidores del Evangelio el derecho a vivir de la predicación (1 Cor 9, 4-14) y para los otros apóstoles, parecidos derechos. Sobre su propia actividad apostólica tiene convicciones particulares que le hacen prescindir de tales privilegios y vivir de su propio trabajo. En esta fi el entrega a la misión apostólica, la única recompensa ambicionada por Pablo es la de predicar sin recompensa. Describe en la carta que litúrgicamente nos corresponde saborear hoy, las características de su método de predicación: se abaja y adapta a las condiciones personales de los evangelizados haciéndose débil con los débiles, todo para todos. Lo hace “por el Evangelio, porque quiere participar también de sus bienes”. Seguro que en su corazón brotaba la alabanza como canta el salmista. Experimentó duras pruebas, sus propias comunidades no eran lo que él hubiera deseado, pero su vida era plena en el enamoramiento de un Dios que le llenaba de esperanza y de gozo. Sabía por experiencia que Dios sana los corazones destrozados y en su vida de predicador incansable fl uía la alabanza. “Alabad al Señor, que sana los corazones quebrantados... Alabad al Señor que la música es buena, nuestro Dios merece una alabanza armoniosa... Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas. Cuenta el número de las estrellas, a cada una la llama por su nombre...” (Salmo 146). Si somos capaces de darnos cuenta que cada estrella que miramos y contemplamos lleva nuestro nombre, dormiremos felices y cada amanecer será una fi esta. Descubriremos durante el día todo lo que el Señor nos va regalando: quizás pérdidas dolorosas de algún ser querido, enfermedades imprevistas que hay que integrar; pero pase lo que pase, Dios nos seguirá llevando en la palma de su mano. Con Él atravesaremos montes, cruzaremos mares y alentados con su brisa suave participaremos del milagro cotidiano de la vida. Con Él recorreremos Galilea, aunque no nos movamos de nuestro entorno, predicaremos y sanaremos, especialmente a los más desfavorecidos de la humanidad. Para ello, entraremos en nuestra cueva interior, en silencio agradecido quedaremos al “descampado” para que Él nos habite.

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