SIN PAÑOS TIBIOS
Cena de un viernes
Cocinar es un acto de magia. Ese proceso –el de tomar ingredientes bastos, simples, y luego manipularlos para transformarlos en algo más complejo– roza con la alquimia. Poner sobre la meseta unos cuantos artículos, mezclarlos en un orden y bajo ciertos criterios construidos sobre prueba y error a través de generaciones, es emocionante.
Hay algo básico en la necesidad biológica de satisfacer un impulso vital, pero también hay algo de sofisticación y “misticidad” en cada proceso.
Si lo vemos como un hecho cotidiano y necesario, no apreciaremos el encanto que subyace en cada acto culinario, porque aun las mejores cosas de la vida –y cocinar es una de ellas– pierden su encanto cuando la rutina las vuelve ordinarias y repetitivas.
Por eso existen los comidas especiales, las que sirven para conmemorar un gran evento… o los eventos que sirven como excusas para servir grandes comidas. Desde la cena de pascua judía, la misa católica –evento estructurado en torno a una cena–, bautizos, bodas, velorios, cenas corporativas, almuerzos de Estado, desayunos de negocios, cenas románticas, encuentros familiares y un largo etc., se rodean de ingestas de alimentos.
La comida es, más que una necesidad biológica, una justificación social; porque en torno a una mesa celebramos o disfrutamos los grandes momentos, sin importar épocas, civilizaciones o culturas.
Más allá de lo obvio, más allá del hecho que todo se resume a procesos físicos y químicos, quisiera pensar que cocinar es un acto de amor. Y que da igual si lo hacemos por trabajo, necesidad o placer, porque cocinar implica dedicación, cuidado y esmero a lo largo de todo un ritual que tiene un único fin: la elaboración de un plato, para luego comerlo.
Pero, sobre todo, que sea un plato sabroso en la sustancia y hermoso en la presentación, pues no hay que saber mucho para saber que “la comida entra por los ojos”; tanto así que, hasta quien no tiene el toque para preparar y montar un plato, es capaz de apreciar cuando lo está.
Si se realiza por gusto, y no por la necesidad de tener que hacerlo, cocinar suele ser en extremo placentero; aunque lo ideal sería que –como en todo–, a pesar de ser una acción necesaria, la pudiésemos realizar como hacemos las cosas que amamos: con esmero, pasión y cuidado.
Así, nada mejor que proyectar lo que se va a cocinar un viernes en la noche –hoy, por ejemplo–, proveerse de los mejores ingredientes, seleccionar la música, el vino, el nivel de luminosidad de las luces, hacer el mise en place y entregarse “con delectación de artista” al voluptuoso placer de hacer magia con el fuego.
Empezar con muchas cosas –diferentes, crudas y simples– y terminar con platos hermosos, elaborados y apetitosos sobre una mesa bien puesta. Y que todo esto ocurra mientras una mujer hermosa observa… y sonríe.