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El dedo en el gatillo

Cien años de soledad: la novela manipulada

De muchas cosas estoy seguro. Una de ellas es que jamás escribiré una obra literaria como Cien años de soledad. Primero porque carezco del oficio, la visión y maestría de Gabriel García Márquez para concebir este libro fundador.

De lo que sí estoy convencido es que mis hijos no alterarán jamás el contenido de mis libros, por muy lejos que me encuentre o por los disparates que se me ocurran. Ellos me respetan. Y por suerte no responden a ninguna ideología que los haga añadir borrones o entuertos a los párrafos que nacieron de mi absoluta creatividad.

Digo esto porque no salgo de mi asombro ante la teleserie estrenada en Netflix, inspirada en la universal novela del Gabo, “retocada” tanto por sus hijos, como por sus directores, guionistas y negociantes que intentaron, pero no lograron, reproducir el sugeridor encanto de un poblado desconocido, ubicado en la “cima” del mundo.

Tengo la costumbre de no echar leña al fuego. Pero advierto a los que no se han leído la novela o piensan que la misma es un proyecto de armas tomar: la historia concebida por el Premio Nobel de Literatura, en este caso, fue sacrificada. García Márquez entendía que la magia de su obra residía en ese espacio sagrado entre la palabra escrita y la imaginación del lector, donde cada quien construirá su propio Macondo. ¿Cómo capturar en imágenes concretas un mundo concebido para existir en el territorio ilimitado de la imaginación?

El Ulises que llega a nuestros días no fue el que escribió Homero, pero se asemeja bastante. El Quijote que leemos hoy no es el mismo de ayer, pero preserva su simbiosis original. Los siglos adaptan la literatura a los nuevos tiempos, pero lejos de manos caprichosas o “sabelotodas”.

José Arcadio Buendía (padre), pertenece a la categoría de personajes literrios que no suelen darse por vencidos. Es un fundador. Lo mismo es capaz de matar a quien se burle de su hombradía, que se marcha con su esposa y amigos en busca de un lugar comunitario alejado de la civilización, en cantado, donde sucede lo inexplicable. Pero hay más: se dedica al estudio y práctica de la alquimia y el astrolabio gracias al encuentro con el sabio Melquiades, un itinerante que aparece y desaparece como integrante de una compañía de gitanos que llega a Macondo cada cierto tiempo para despertar la curiosidad de sus pobladores. Al final, la locura envuelve a José Arcadio y es atado a un árbol en el patio de su casa.

Todo lo hace por convicción propia, imaginando que existe un más allá; su afán es descubrir el escondite de Dios e inculcar a su descendencia las ciencias del progreso humano.

A diferencia de su padre, su hijo Aureliano Buendía, nació para guerrear. Y tras la muerte de su progenitor, lel autonombrado coronel de las fuerzas liberales, marcará el destino de su familia. El Gabo recreó una personalidad irreflexiva, de locura contagiosa.

Muchos de los millones de fans del escritor colombiano, guardarán silencio o no darán su brazo a torcer ante la teleserie . Pintarán a Aureliano Buendía como un héroe legendario, símbolo de los valores de la izquierda latinoamericana: insurrecta, abusadora, cruel y asesina, similar a las fuerzas opositoras.

Lo harán por varias razones y no por el polémico contenido de las relaciones sexuales interfamiliares y pueblerinas que se incluyen en la novela (muy comunes en aquel contexto donde la distancia entre magia y realidad se podía medir con un hilo invisible), sino como producto del carácter especial de los pobladores de Macondo, apartados del mundo, donde deben ingeniárselas para salir adelante. Son, como nosotros, latinos, que deciden emigrar tarde o temprano cuando las oportunidades de crecer han llegado al techo.

La gran virtud del proyecto literario del Gabo tiene que ver con la infinidad de interpretaciones que cada quien puede darle a la historia. La mente humana puede inventar familias distópicas, similares o distantes a los Buendía. Pero sin acudir a la burda manipulación de la historia.

Y esta teleserie no es un dechado de virtudes cinematográficas.

Su primer defecto es recrear la obra literaria con un narrador omnisciente que describe personajes pintorescos e imágenes en movimiento, tanto para un espectador “deslumbrado” como para otro que no ha leído el libro, pero se lo imagina y lo adapta a su capricho.

De sorpresa en sorpresa el lector descubrirá cómo el coronel Aureliano Buendía, pasa de adivino a reparador de sueños y se transforma en un político que por sus convicciones equivocadas sobre lo que debiera ser la justicia social, todo lo resuelve por la fuerza.

Esa evolución de su toma de conciencia liberal, similar a la de su sobrino Arcadio (hijo de su hermano José Arcadio con la mujer que años después Aureliano procreara su propio vástago), pertenecen a un determinado contexto imaginario y llegan a nuestros días con “aires de una revolución”, que acude a masacres, crímenes y abusos que mutilan la esperanza.

La guerra es propia de la falsa idea de creer que al ejercer la justicia social por manos propias se puede alcanzar la creación de elementos culturales, en un continente como el latinoamericano, con su forma peculiar de hacer cultura.

Y en esta ocasión, la decisión de la descendencia del autor es cómplice de rectificar a capricho la prosa paterna y contradice sus deseos expresos de Gabriel García Márquez de que este libro no fuera llevado al cine. No son creadores ni mucho menos genios de la literatura. Simplemente son "sus hijos" e hicieron junto a buen negocio, un trabajo sucio con una novela ajena.

Lástima de esos diálogos mal escritos; de tantas exageraciones y ridiculeces ajenas al discurso cinematográfico; de esa escenografía fatal donde Macondo no parece Macondo, sino uno de los tantos pueblos cercanos a las capitales de hoy; de las chapucerías en el cuarto de edición, así como de la planicie con que está montada una teleserie que jamás debió existir.

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