El positivismo recalcitrante
Algunos jueces intelectualmente pasivos se resisten a ampliar el círculo de sus conocimientos. Pretendiendo quizás escapar del peligro de la atomización, viven en un microcosmos, clavando la mirada en el mismo marco normativo y a la misma distancia, sin advertir que la aplicación dura del puñado de textos positivos de los que presumen ser amos, puede conducir a la injusticia.
Otros, como artistas nómadas que buscan incansablemente el conocimiento, saben que la doctrina contemporánea desdeña esa fascinación a apegarse ciega y empecinadamente a la literalidad conceptual, por lo que han decidido renunciar a la ilación silogística y abrirse a la axiología. Penosamente, no es la mayoría, pues como vivimos rodeados de las aguas del Mar Caribe y del Océano Atlántico, solemos ser de los últimos en enterarnos de las corrientes predominantes en el sistema de derecho continental. Hace pocos días censuré vigorosamente en estas mismas páginas la interpretación que Mildred Hernández Grullón, Claudia Peña Peña y Narciso de Jesús Acosta, jueces de la Tercera Sala del Tribunal Superior Administrativo, les dan al art. 70.1 de la Ley núm. 137-11. ¿Qué ocurrió? Pues que basándose en la exégesis, en su aplicación dogmática y a ultranza, inadmitieron el amparo como vía efectiva para cuestionar una actuación material que el MIVHED había encaminado sin competencia y prescindiendo totalmente del procedimiento establecido en la Ley núm. 107-13.
Ni qué decir que su decisión contrarió precedentes pacíficamente reiterados por nuestro Tribunal Constitucional: “… hemos reconocido que la vía de hecho de la administración es una violación cuestionable en amparo”, como se lee en la TC/0498/24. Lo deplorable es que el amparo, para los jueces en mención, debe no solo pasar por el colador de la fidelidad textual del art. 70.1, sino también el de su interpretación desfavorable.
Tanto el acceso a la justicia como su sana administración se resienten cada vez que el juzgador desahucia los principios generales al momento de analizar los presupuestos de admisibilidad de la acción de cara a la concreta situación que la motiva. De ese modo, montan sus sentencias sobre esquemas formalistas que les obstruyen el camino a quienes acuden a los tribunales en busca de respuestas.
Por encima del positivismo y los esquemas normativos diseñados bajo el histórico modelo del precepto primario y secundario, se ubican los principios, afianzados en valores superiores como la equidad, la justicia y la dignidad humana. En palabras de la Sala de Casación Civil de la Corte Suprema de Justicia colombiana en su CS-428-23, “Los principios generales del derecho son el origen y la culminación del orden jurídico. Su alfa y omega. De allí su carácter prevalente o principal. Son los pilares sobre los cuales está asentado todo el orden jurídico. Lo permean y lo dotan de contenido y significado. Constituyen respuestas metapositivas”.
El portazo de inadmisión de Mildred Hernández Grullón, Claudia Peña Peña y Narciso de Jesús Acosta desecha nada menos que el principio de favorabilidad del art. 74.4 constitucional, concebido como un imperativo para revalorizar la interpretación de cualquier norma legal implicada en la solución de toda controversia en la que se invoque la afectación de un derecho o garantía fundamental.
Y es lógico que sea así, porque el tiempo desborda siempre el marco referencial del material normativo escrito, sin olvidar que el legislador suele concebir soluciones injustas a puntos de derecho, realidad muy frecuente que coloca al juzgador, pero no al intelectualmente pasivo, ante la exigencia perentoria de decidir con base a los principios.
Alejandro Nieto expresa que “Si la aproximación a la verdad es el fin de todo proceso, los ritualismos excesivos derivan en claras injusticias. Las normas jurídicas tienen una función instrumental, por lo que al interpretarlas, el juez debe tener en cuenta la efectividad amenazada de los derechos reconocidos en la ley sustancial. Por tanto, desde que se antepone el derecho formal al sustancial, se relega la justicia material, dándole preponderancia a la justicia procesal, o sea, a la que puede llegarse obedeciendo ciegamente los formalismos o limitaciones procesales”.
La simpleza con la que la Tercera Sala del TSA inadmite las acciones de amparo que se someten a su consideración, obliga a preguntarse qué tendría que suceder para que nuestros jueces asuman la hermenéutica principialista, o mejor, para que abandonen esa línea de argumentación anacrónica que ahoga el derecho en la literalidad de la ley. Arriesgo una respuesta: consagrar un régimen sancionador contra la insubordinación judicial de la doctrina constitucional.
No se explica que el Tribunal Constitucional considere que las vías de hecho de la administración son cuestionables en amparo, y que uno que otro juez del orden judicial se complazca en desechar el precedente. Son los mismos que con visión dogmática reducen el derecho a una suma de conceptos abstractos y a priori que deben interpretarse rígidamente, desconociendo que los principios se ubican más cerca del ideal de justicia.
No estoy favoreciendo un libérrimo voluntarismo, pues la normativa debe tomarse en cuenta. Es asunto de interpretarla con flexibilidad, con la brújula de los principios generales que tanto enriquecen la aplicación del derecho. La Corte Suprema de Justicia de Colombia, en la sentencia en cita, señaló que estos son “pautas universales que se remontan a la realidad misma. Por idéntica razón, su origen es anterior a su consagración normativa… ingresan al torrente jurídico como lo hacen las palabras al idioma… son criterios prevalentes frente a las reglas expresamente previstas en el ordenamiento normativo”.
Debemos inaugurar un nuevo entendimiento del derecho, colorearlo, acomodarlo “a la modernidad, pero no por afán de modo, sino por exigencia de actualidad, coherencia, justicia”, como enseña Fernando Hinestrosa. Pero el éxito de esta tarea reclama a gritos que nuestros jueces se alejen de ese positivismo demodé, que expandan sus conocimientos y adquieran plena conciencia de que los principios generales, aunque desprovistos del carácter episódico de las reglas, tienen suficiente coercibilidad para crear, modificar o extinguir relaciones jurídicas.