El dedo en el gatillo
Verdades y mentiras
Cuando llegué al país con la imagen de un realengo, ante mis quebrantos de salud iba a los hospitales públicos. El hospital “Morgan 17” quedaba a dos esquinas de mi primer trabajo y allí hacía filas para consultas clínicas. Un médico paciente me entregaba recetas de medicamentos que casi nunca podía adquirir. Solo tenía cobertura en farmacias del gobierno.
Me enfermaba poco. Era mayor la necesidad de sobrevivencia, y la obligación de mantener a los míos, allá en La Habana. Ellos esperaban mis noticias, en un país que luchaba por sobrevivir a un período especial inevitable después de la caída del Muro de Berlín. Mi ser era un pedazo de carne a flote gracias a la generosidad de aquel doctor con salario de miseria, pero inmenso que me abría las puertas de su sabiduría con los escasos recursos que tenía a mano. Siempre me descubría sentado en la sala de espera y se las ingeniaba para antenderme por encima de un gentío sobresaltado que gemía por su atención.
Cuando llegó la avanzada de mi familia, mi pequeño hijo fue atendido varias veces en el hospital Robert Read Cabral de entonces. Allí hacíamos turno unidos a la masividad infantil que a diario acudía en busca de sanación.
Recientemente, visité el hospital Salvador G. Gautier en busca de un examen cardiaco y un electrocardiograma, requisitos solicitados en otro centro clínico para varios estudios internos.
Allí conocí la destreza profesional del doctor Fulgencio Severino, quien me atendió con esmero y prontitud y me ofreció varios consejos muy profesionales y respetables que le agradezco en demasía.
Anduve por aquellos pasillos que merecen una atención más prioritaria del Estado. Contemplé pacientes que me miraban como si fuera un mesías capaz de resucitarlos. Ví camas sin sábanas, internos pernoctando encima de de forros de hule, pacientes que solo pedían salvación.
Tan importante como aquello fue la atención del personal de salud que acompañaba al doctor Severino en la sala de cardiología. Profesionales que trabajan con un galeno que los respeta y sabe valorarlos. Junto a la destreza y conocimientos con que atienden al paciente, brindan lecciones de amor que los hacen olvidar sus dolencias.
Las malas decisiones que he tomado en mi vida han sido por seguir el rumbo aventurero del capricho. Y algunas buenas también. A mis padres les agradezco poder mirar al mundo todos los días a traves de sus ojos. Ellos ocupan mi cuerpo y me increpan. Mi madre siempre pensó que su hijo sería rey, Por suerte, solo soy un pedazo de carne que ha sabido sobreponerse a estocadas en el pecho, entre ecos y murmullos.
Quien mira el mundo con mirada ajena es menos propenso a conocerlo porque los contextos cambian y, lo visto ayer, hoy se desvanece ante el auge de la novedad que arraza a todo el que no es capaz de aplaudirla.
De todo esto, una conclusión sensata corre a favor de quien no persigue y defiende su olfato, y queda al margen del combate cotidiano, Lo deja todo a las garras de la suerte.
Tengo tres peces en mi casa que mis nietos heredarán algún día. Viven en pesceras distintas porque juntos se pelean, y se hacen la vida imposible. Se le cambia el agua todos los días y aprendieron a sobrevivir en el pequeño espacio donde están confinados. Duermen casi siempre y, cuando despiertan, van en busca de la comida sintética que les procuro. Los tres llevan casi diez años conmigo y conocen sus horarios y métodos para mantenerse sanos y rebeldes. Llevan una rutina ejemplar aunque separados: Duermen, defecan, comen, nadan lo que pueden y buscan residuos de comida en el fondo de sus pesceras respectivas.
Me he encariñado con ellos al igual que con los gatos que deambulan en el edificio. Han acabado con las ratas y ratones que a cada rato campeaban por sus respetos: Duermen, comen, fornican a las buenas o a las malas, cazan ratones y lagartos todos los días a la buena de Dios.
Esas mascotas postizas las he hecho mías por unos cuantos pesos o por la siempre honorable gratuidad. Nada peor para la imagen de un luchador que trabaja, lucha y busca la forma de sobrevivir con dignidad.
Son animales, es cierto, y nacieron solo para ser admirados, temidos o denigrados por otros similares. Pero nosotros también. Y esa es una forma de maltrato que todos los días me obliga a darme espaldarazos en busca de una respuesta que no existe.