El auténtico abogado

Un abogado es más que un técnico, porque también escribe e investiga. En su consulta hace de intérprete de la ley; crea doctrina y predice o profetiza la jurisprudencia. Como vive entre preguntas que se formulan y pareceres que se contradicen, se convertirá en filósofo, aunque no lo quiera, e indefectiblemente terminará preguntando y preguntándose: ¿Quién soy yo?

Como todo cientista social apoya su prognosis en los anales de una casuística que se va renovando; y, debe estar atento al rumbo de los acontecimientos; y, sobre todo, advertido de las novedades legislativas. La búsqueda de la verdad lo acosará durante toda su vida cual aguijón de un boyero implacable.

El abogado es tribuno que por mandato ad-liten postula a favor de sus representados; pero, lo hace desde la trascendencia de encontrar la justicia. Don Quijote diría que el arma de los togados es la lengua. ¿Quién no quisiera servirse de esta tremenda arma? La palabra tiene poder. Es una flecha que una vez disparada por el arquero se hace irrevocable.

La técnica es apenas una destreza eficaz en el uso de los procedimientos y recursos, una habilidad para obtener algo. El técnico aplica la ciencia conocida; pero, no hace ciencia. Se sirve en su oficio el abogado de la ciencia jurídica y se curte en el calor de los estrados. Mas su afanada actividad, y lo que se espera de él, supera desde el punto de vista deontológico el campo del mero oficio, ya que debe buscar el núcleo y los contenidos esenciales de cada norma, la juridicidad de los argumentos y la razón en cada afirmación.

Sir Tomás Moro –Canciller y Primer Abogado de Inglaterra—perdió la vida tras ser encarcelado y decapitado por orden del rey Enrique VIII en la Torre de Londres, por su negativa a ofrecer una consulta complaciente que desdecía su íntimo criterio jurídico en relación a la validez o no, del divorcio del rey. Tremendo el valor personal de este gran jurisconsulto inglés, que ascendió a los altares de la santidad por su entereza. Su ejemplo es digno de emulación para todos los juristas y políticos del mundo.

La sabiduría de Gandhi estaba muy por encima del dominio de un procedimiento jurídico en particular. Él descifró del mismo Evangelio de Jesucristo y de otros filósofos como “Thoreau”, por ejemplo, que poner la otra mejilla podría ser en la lucha política y legal por la liberación colonial de la India un arma imbatible, un nuevo camino más eficaz que el uso de la violencia. Y lo demostró derrotando al Imperio Británico.

Pero antes el Mahatma había descubierto, en su ejercicio como próspero y exitoso abogado en Sudáfrica, que la verdadera misión del abogado es solucionar amistosamente los pleitos. Anticipándose por muchos años a lo que hoy es el nuevo paradigma para la Resolución Alternativa de Conflictos, tan en boga y muy bien documentado en las universidades.

Resulta una limitación conceptual –y una pena, agregamos—que en el Código de Procedimiento Penal se denomine al abogado con el calificativo de “Defensor Técnico”, reduciendo su condición al positivismo de una defensa basada fundamentalmente en argumentos que se deslizan por un laberinto de plazos y momentos probatorios, dejando de lado esta otra dimensión de lo trascendente. “Lo esencial es invisible a los ojos”. (Saint-Exupéry).

La toga no es un mandil, mucho menos un delantal… y que me excusen los que dignamente en su trabajo precisan de estos elementos de faena. El túnico que reviste al abogado en la sala de audiencias de un tribunal en el fondo lo inviste con un ministerio. La toga siempre cubre al defensor, durante la faena plenaria, de cierta dignidad. Y conforma una magistratura, ya que en todo abogado hay un pensador… un maestro.

Un birrete no es una cofia, mucho menos un tocado de ocasión. Por supuesto, que definitivamente no es, un sombrero; muy a pesar de sus molestias, simboliza en el color blanco de la borla, la propia identidad de paráclito para el dramático momento procesal en que actúa el abogado. No en balde se trata de seda blanquísima en la categoría de los defensores, como si quisiera de alguna manera expresar, que en toda defensa interviene el diamante del pensamiento.

El abogado precisa de condiciones indispensables: saber hablar, saber escribir y saber investigar, para el desempeño eficaz de su trabajo; pero, está llamado a trascender su labor ordinaria. Muchos de los problemas que se le presentan al abogado no se resuelven con simples habilidades de maromero; o, con diligencias de alguaciles y venduteros públicos.

Se solucionan con sabiduría y prudencia. No pocas veces, ante la realidad de situaciones o dilemas que carecen de solución conocida, solo pueden ser acometidos con mucha Fe. Razón y Fe, –diría Juan Pablo II—: “Las alas de un mismo pájaro que se levantan para la contemplación de la Verdad.”

A Jesús le presentaron una mujer sorprendida en adulterio, y sus acusadores –conociendo de antemano la respuesta—le peguntaron con mala fe: ¿Qué debía hacerse con ella conforme la Ley de Moisés? Pero el Maestro cambió el ángulo de la preceptiva para la instrucción del asunto, y armado de silencio, se inclinó y comenzó a escribir con el dedo en la tierra, para entonces y a seguidas, como buen abogado, pasó a formular un desafío: “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”. Y todos, comenzando por los más viejos, se fueron retirando, y dejaron caer las piedras.

El Rabí de Galilea transformó la perspectiva para conocer el caso. Y haciéndolo de esta forma, libra a la mujer de las pedradas fatales, y la despide, mostrándole el camino para salvarse: “Vete y no peques más”. Obteniendo su enmienda como persona, que al final de cuentas es el verdadero fin del derecho, porque la ley es para el hombre, y no el hombre para la ley.

La raza de abogado auténtico estuvo en el prócer Francisco del Rosario Sánchez, opuesto a la Anexión a España, cuando preguntó a sus verdugos, antes de ser fusilado en “El Cercado” (1861), que deseaba saber si se le juzgaba de acuerdo con las leyes de España o con las de la República Dominicana. Creándose en la especie un auténtico conflicto de ley aplicable al caso, que, aunque no detuvo su ejecución, sí estremeció a guisa de una denuncia infinita realizada por el condenado y sus compañeros, contra la licitud de la imposición de la sentencia de muerte.

A finales de los años sesenta, después de la Guerra de Abril de 1965, siendo apenas un mozalbete, acompañé a mi padre el doctor Julio César Castaños Espaillat, a una causa en la ciudad de Bonao, pues habían apresado arbitrariamente en esos años difíciles, a un hijo de don José Delio Guzmán, un distinguido y respetado dirigente del PRD.

La sala de audiencias estaba repleta de personas aguardando, y arrancó la audiencia de habeas corpus contra la injusta prisión. Papá estaba entogado, lucía inmenso en el estrado, postuló con tanto ardor y pasión, que su defensa llenó el ambiente de un aire mágico. Estaba impetrando Justicia. El clamor discursivo del abogado había inflamado todo el entorno, y fui testigo de cómo el don de la palabra de fuego, llegó hasta el parque municipal donde se escuchaban los reclamos populares.

El juez después que terminaron los debates, de inmediato dictó la sentencia ordenando la puesta en libertad del preso. El público pegó un salto y la sala se fue abajo. Entre el ruido del estrépito de la muchedumbre alzaron en andas a papá. Y alcancé a ver –al mismo tiempo—que su toga iba en volandas.

Ese día, sin que nadie me explicara nada, sentí la pasión, el deseo. Y me estremeció el pálpito de que un día yo sería… abogado.

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