OTEANDO
El gran reto del Gobierno
Una reforma fiscal siempre encontrará la reluctancia de muchos. No se hace una reforma fiscal sin afectar intereses. Por dondequiera que se la aborde causará lesiones a personas, grupos y sectores. Por eso no es raro que siempre que los gobiernos se plantean hacerla se desate el consecuente avispero. Los primeros cuestionamientos vienen siempre de los partidos políticos de oposición, que sienten la obligación “estratégica” de oponerse a cualquier reforma, destacando de ella solo lo más perjudicial, porque dan por seguro que tal actitud le asegurará simpatías que hay que acumular para fines electorales. Otro grito al cielo lo pega cada sector que identifica en el proyecto de reforma cualquier asomo de medidas destinadas a alterar el ritmo y volumen de sus ganancias. Y, las grandes mayorías, a sabiendas de que el Estado, para asegurar el más “correcto y sano” desempeño de la economía se vale siempre de normas que salvaguardan los intereses de las élites, reaccionan defensivamente de solo oír la palabra reforma. Las grandes mayorías ignoran eso que llaman lobismo, tampoco financian de manera privada candidato alguno. Solo las élites exencionadas en sus actividades lucrativas logran acumular tanto como para con ello modificar voluntades. Por lo anterior, a las grandes mayorías les perturba que los sacrificios se les pidan siempre a ellas, y exigen de las autoridades reformistas la sinceridad suficiente como para sostener su reforma con un discurso sin eufemismos ni engaños. Las grandes mayorías se cuestionan acerca de las razones por las que tienen que financiar, ya pagando sus impuestos, ya con externalidades derivadas del propio financiamiento, el sostenimiento de unos partidos políticos cuyos dirigentes se dan la dulce vida a sus expensas. Pero más aún, se cuestionan acerca de la vocación del Estado, en términos de institucionalidad, para acometer la gran empresa de cualificación y saneamiento distributivo de los recursos que percibirá de la reforma.
En suma, las grandes mayorías no se sienten convocadas a defender, ni siquiera con su silencio, la sinceridad del Gobierno en su empresa reformista, pero tampoco la de los partidos de oposición en su renuencia a la reforma. De aquel piensan que no tiene porqué defraudar la marca estadística -construida por todos los partidos que han gobernado- que lo descalifica para mantenerse apegado a los dictados de reforma alguna, y de estos, piensan que son hipócritas porque nunca han afectado con ninguna reforma el sistema de financiamiento público que los sostiene. El Gobierno tiene, pues, el gran reto de cambiar la marca.