La dignidad militar frente a cualquier encrucijada
“¿Tiene enemigos? Bien, eso quiere decir que usted ha defendido algo con convicción, en algún momento de su vida.”
-Winston Churchill-
El momento culminante de mi carrera militar se produjo cuando fui designado jefe de Estado Mayor de la Marina de Guerra (hoy Armada RD), no solo por ser la mayor aspiración de todo oficial naval académico, sino por el honor de seguir los pasos de mi padre, convirtiéndome en el único hijo en ocupar la misma posición que su progenitor en la historia de la Armada RD.
Uno de los momentos más desafiantes de mi gestión al mando de la institución del ancla y el arganeo, ocurrió cuando recibí un memorándum del ministro de las Fuerzas Armadas, emitido según comunicación del jefe del Cuerpo de Ayudantes Militares del presidente de la República por instrucciones presidenciales tras haber recibido una asesoría errónea, que buscaba favorecer a un civil cercano a un político.
Era consciente de que aceptar esa orden pondría en riesgo los valores fundamentales de la institución, específicamente en un momento crítico, cuando la Marina de Guerra aún se recuperaba del profundo daño causado por el escándalo del caso Paya en 2008.
Recordemos que un grupo de oficiales académicos de la Marina de Guerra se había involucrado en actividades de narcotráfico y criminalidad, formando una gavilla que, en el conocido y vergonzoso caso Paya, fue desarticulada, llevada ante la justicia y condenada por un juez.
No podía permitir, bajo ningún concepto, que una situación tan grave se repitiera bajo mi mando.
En mis reflexiones sobre la orden que se me había impartido, el consejo del capitán de navío William Acevedo Martínez, quien era un oficial experimentado con varios años de servicio en el Palacio Nacional, me resultó crucial. Ese oficial superior comprendía mejor que muchos lo difícil que era esa situación para mí— conociendo mi visión doctrinal— como jefe de Estado Mayor.
Me recordó que, si en ese momento solicitaba mi retiro para no desobedecer una orden, como era mi intención inicial, habría dejado inconclusa mi misión de restaurar la dignidad de la Marina de Guerra. Su consejo fue fundamental para que comprendiera la magnitud de lo que estaba enfrentando.
A raíz de lo que se pudo interpretar como una demora en el cumplimiento de una orden presidencial, algunos oficiales de altos rangos difundieron que me estaba rehusando a obedecer una disposición de la Autoridad Suprema de las Fuerzas Armadas.
Eso no fue cierto. Durante mi tiempo en servicio activo, siempre fui un militar disciplinado y respetuoso de la cadena de mando, especialmente del poder civil. Reconozco que en algunas ocasiones los presidentes, al estar mal asesorados, pueden dar instrucciones que, inadvertidamente, pueden afectar a las instituciones.
En virtud de ello, mi objetivo nunca fue desobedecer ¡imposible! sino recomendar una solución que preservara los principios de nuestra fuerza naval manteniendo la institucionalidad, tal como finalmente sucedió.
Este episodio me recordó la historia de Enrique IV, quien, siendo protestante en un país predominantemente católico, enfrentó un conflicto al asumir el trono de Francia en 1589. Enrique decidió convertirse al catolicismo en 1593 para unificar el reino y lograr la paz. Justificó su acción pronunciando la frase: “París bien vale una misa”.
Al decir esto, Enrique entendía que debía sacrificar sus creencias personales en favor de la estabilidad de Francia.
En mi caso, aunque no enfrentaba un conflicto religioso, me hallé ante una encrucijada donde mi visión de “concepto del deber” estaba en juego. Opté por no sacrificarla.
Aunque ceder a las presiones y asumir la actitud ortodoxa que se estila desde el cuartel criollo me habría dado ciertos beneficios, traicionar mis creencias era inaceptable. Preferí mantenerme fiel, aunque eso significara no alcanzar la posición cimera de ministro de Defensa.
Mi carrera culminó en 2013 por voluntad propia, habiendo preservado siempre la dignidad de la Armada en las posiciones donde me tocó comandar o tener influencias, por la certeza de querer ‘siempre dejar las cosas mejor que como las encontraba’.
Cuando se está en la cima del poder y se toma una decisión al estilo de Enrique IV, las convicciones privilegian el interés general. El tiempo (el gran sedante) se encarga de juzgar si esas decisiones bien valieron o no “una misa”; de ahí depende la honorabilidad o el escarnio ante la historia.