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OTEANDO

Recogiendo culpas y repartiendo perdones

La expresión contenida en el título del presente artículo no surgió precisamente a propósito de este. Ya se me había ocurrido antes, en otro de mis artículos, pero ha vuelto a mi memoria con la misma fuerza significante que en el momento de su “alumbramiento”. El jueves pasado fui invitado a visitar en Santiago a un profesor de pregrado y gran amigo que se encuentra convaleciente por los efectos de una reciente intervención quirúrgica. Allí me reencontré con amigos hechos de la universidad y en el ejercicio de mi profesión en medio de dulces nostalgias de lo que ya es irrecuperable, porque el pasado solo es aprehensible en el ejercicio de un pensar presente.

Pero no fueron las nostalgias lo mejor que experimenté esa tarde. Razones de esas que hacen enfrentarse a los hombres al influjo del pensamiento, de las pasiones, o de los intereses, me distanciaron de un buen maestro y mejor amigo que ya creía perdido. Aquella “enemistad” ya me había hecho reflexionar más de una vez acerca de lo innecesario que fue entonces nuestro “enfrentamiento” y lo innecesario de mantener la aludida distancia aún a la fecha de hoy. Para mí, la cuestión devino tortuosa, cosa que había hablado más de una vez en el seno de mi familia y que, además, había tratado con amigos comunes nuestros. Reconocía en ese maestro a un hombre lleno de bondad con quien nunca debí indisponerme.

Se aconseja el hombre a sí mismo con el pasar de los años. Y es así como, por una especie de un imperativo categórico, empieza el crepuscular periplo que lo ocupa en recoger culpas y repartir perdones. Así que, habiendo hecho mi propia dialéctica sobre la cuestión, ya me había considerado más de una vez quien tenía que recoger la culpa y rogar el perdón propiciante de la paz parcialmente perturbada. Mi amigo Miguel Ventura, con quien había tratado el tema, se propuso hacernos encontrar, y el escenario en que lo consiguió fue esa reunión del jueves.

Cuando llegué al lugar el amado profesor y amigo, como si hubiera sepultado de un tirón todos sus dolores, se puso de pie y me dio un balsámico abrazo con la sentida sinceridad que le es proverbial. De regreso a Santo Domingo pensé críticamente en el tesoro que perdemos enredados en nuestro ego, y decidí publicar esta enriquecedora experiencia. Gracias, Héctor Grullón Moronta, amigo de ayer y de hoy, por devolver a mi cristiano corazón la paz que me llegó envuelta en tu abrazo sincero.

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