SIN PAÑOS TIBIOS
Por nuestras mujeres y nuestras hijas
Hay que armarse de valor para leer ciertas noticias, para afrontar la terrible realidad de algunos titulares, para sacar fuerzas y pensar qué nos está pasando y hacia dónde vamos (¿o llegamos?) como sociedad.
La mayor capacidad del sapiens es la de adaptación, clave de su éxito evolutivo. Precisamente porque estamos programados para acostumbrarnos al entorno –para resistir y prevalecer–, quizás por eso nuestra capacidad de asombro frente a la epidemia de feminicidios que nos devora, nos va volviendo cada vez más indiferentes.
Hemos normalizado que cada cierto tiempo un hombre matará a una mujer por su condición de mujer –y que probablemente lo hará frente a los hijos de esta–, que ya simplemente nos escandalizamos un poco y pasamos a la siguiente noticia. Aún así no deja de inquietar la recurrencia, cada vez más constante, pública, visible.
Independientemente de lo que a nivel histórico las estadísticas pudieran decir sobre la cantidad de feminicidios por cada 100,000 habitantes, en los hechos, su nivel de sobreexposición en las redes sociales amplifica la percepción de desmadre que se tiene, aunque la data pudiera decir lo contrario.
En un país donde aún existen serios desafíos en materia de estadística, hay que saludar la publicación por parte de la Oficina Nacional de Estadística (ONE) del “Compendio de mujeres fallecidas en condiciones de Violencia 2019-2023” (agosto 2024), pues constituye un riguroso esfuerzo que permite abordar la problemática desde los hechos.
Que los feminicidios de menores de 14 años –con o sin intento de violación– estén aumentando, debe llamar poderosamente la atención de las autoridades por partida doble; pues si nuestras mujeres no están seguras, ahora nuestras niñas tampoco. Los últimos trágicos sucesos están ahí para certificar la afirmación, y, como telón de fondo, el problema mayor del que todos hablan y, sin embargo, poco se hace a nivel de políticas públicas: la salud mental.
Los desafíos son mayores a raíz del COVID y en nada contribuyen las ansiedades existenciales propias de una sociedad donde la inmensa mayoría de sus individuos apenas sobreviven con salarios de miseria que no les permiten satisfacer las necesidades mínimas de manera digna, pero si les estruja en la cara –a través de redes sociales diseñadas para potenciar el consumo– la bonanza exorbitante que viven unos pocos, y que arroja a todos a una espiral de ostentación en la que el parecer es, tan o más importante que el tener.
La receta para el colapso social está servida. Los feminicidios son cada vez más visibles; madres se quiebran y atentan contra la vida de sus hijos y sólo queda –más que rezar a Dios–, exigir al gobierno más presupuestos e inversión en salud mental; robustecer el marco penal disuasivo y fortalecer los mecanismos institucionales de prevención, seguimiento, coordinación y respuesta. De lo contrario, lo único que cambiará son los nombres de las nuevas víctimas.