La venganza de Cochise
Uno de mis vicios (les ahorro la lista completa, por ser demasiado larga y porque nada aburre tanto como oír hablar de manías que no compartimos, por pecaminosas que sean) son las películas de los años cincuenta y sesenta, los años más felices del cine y también de mi vida, qué cosas. A partir del encierro de la covid, que algunos recordamos con afecto, cada noche he procurado ver uno de esos filmes que resplandecen en el recuerdo y casi nunca decepcionan. Los recordamos como mejores de lo que fueron… Y al verlos ahora comprobamos que eran mejores de lo que recordábamos, aunque por razones diferentes. Todo este rodeo biofílmico para llegar a decirles que anoche vi Flecha rota. ¡Nada menos que Flecha rota, un dardo que llevo clavado en la memoria desde los diez años! Lo dirigió el competente Delmer Daves, que fue escritor además de dirigir películas y está protagonizada por Jimmy Stewart, siempre mi favorito a pesar de los doblajes poco afortunados (fue una conmoción para mí cuando uno de los sabios cinematográficos que más venero, Jose Luis Garci, me dijo que a él no le gustaba ese actor), por Debra Paget, tan dulce e inolvidable (¡aún vive, con más de 90 años, te mando un beso Debra!) pero sobre todo por Jeff Chandler, el personaje imborrable de la película, el que rompe la flecha cuando llega el momento, el gran jefe apache Cochise por los siglos de los siglos.
La película no cae en el por entonces habitual maniqueísmo de presentar a los indios como salvajes sedientos de sangre, ni tampoco en el tópico posterior de convertirlos en sentenciosos hippies de bondad acrisolada, algo así como las monjas clarisas antes de ser excomulgadas. Y desde luego el retrato que hace de los blancos es mucho más inmisericorde. Tanto unos como otros son seres atrozmente humanos, atrapados en una situación de conflicto necesario y de odios recíprocos que se retroalimentan sin tregua. En ese aspecto, dejando aparte algunas idealizaciones como las que sustentan la historia amorosa, el argumento es bastante realista y equilibrado. Pero la figura que destaca por encima de todo lo demás es la de Cochise. Pocas veces he visto mejor representación de un jefe natural, feroz sin arrebato y dispuesto a escuchar incluso al enemigo cuando lo cree necesario, una autoridad primitiva, pero sin duda inteligente y hasta capaz de algún rasgo de humor (como la broma con que descoloca a su enamorado amigo blanco). El personaje está muy bien diseñado en el guion, pero sin duda es la magnífica interpretación de Chandler la que lo hace plenamente convincente. No es de extrañar que fuera propuesto por ella al Oscar, primera vez que un actor haciendo el papel de nativo americano optaba a ese galardón.
Y ahí estriba precisamente el busilis de esta nota. Porque Jeff Chandler, nacido en Nueva York y muerto a la temprana edad de 42 años en Culver City, California, no era indio, ni mucho menos. Era judío. Su nombre auténtico era Ira Grossel, que cambió cuando entró en el mundo artístico. Ahora sería imposible, pero en los años cincuenta a un actor que iba a hacer de Cochise no se le pedía que fuese apache sino que fuera buen actor. Hoy algo semejante sería considerado un insulto a los nativos americanos. Y por lo menos Chandler era un actor bastante desconocido cuando trabajó en Flecha rota, de modo que algunos espectadores quizá hasta le tomaron por un indio auténtico y todo. Pero ese despiste ya era imposible catorce años más tarde, cuando John Ford rodó su último y conmovedor western, Cheyenne autumn (El gran combate en versión española), en el que los jefes cheyenes eran interpretados nada menos que por actores tan populares como Ricardo Montalbán, Gilbert Roland y ¡Sal Mineo! Ninguno de los cuales, por cierto, alcanzaba la excelencia de Jeff Chandler haciendo el indio… Pues por lo visto nadie se escandalizó. Hoy hubieran quemado el cine, puede que con los espectadores dentro. Hace pocos meses el profesor de una universidad norteamericana fue severamente censurado por haber visto con sus inocentes alumnos el Otelo protagonizado por Lawrence Oliver convenientemente maquillado de negro. ¡Un rasgo colonialista, como nos habría explicado el ministro Urtasun o el director de la Thyssen, que también es tonto! Y Olivier es reincidente porque además interpretó al siniestro Mahdi con puntilloso realismo (hizo repetir una escena porque había salido con el pie equivocado de su tienda) en Khartum. Y eso por no mencionar el saqueo oriental de invasores como Jack Palance haciendo de Atila, John Wayne personificando a Gengis Kan (papel maldito que quizá le costó la vida) y el sueco Warner Oland como eterno Charlie Chan, gracias mil.
En el cine se apuesta ahora por la literalidad: el negro en la película tiene que ser negro en la realidad, el chino chino, el cojo cojo, el homosexual homosexual, etc… No sé si llegaremos un día a ver rechazar a Anthony Hopkins en su papel de Hannibal Lecter y preferir a un auténtico psicópata en permiso carcelario. Olvidemos el arte de la representación, ya sólo cuenta la presentación de cada cual haciendo de lo que es. Si nos salimos del gremio en que estamos estabulados, puede denunciarnos por usurpación el correspondiente sindicato. Antes el artista era admirado por ser capaz de revelarnos la polifacética humanidad (a Lon Chaney sr le llamaban «el hombre de las mil caras»), ahora el actor aparece como representante de una de las muchas tribus identitarias en que se fragmenta la humanidad: querer cambiar de cara puede salir muy caro. Hay excepciones, desde luego: un blanco no puede ser un Otelo aceptable, pero un negro puede interpretar al Rey Lear o Coriolano, aunque su aspecto epidérmico choque con la trama argumental; un varón no puede hacer de Madame Curie o Madre Coraje, pero una mujer puede hacer si le da la gana de Julio César o de Winston Churchill. Ventajas de pertenecer a una identidad-víctima en lugar de al arrogante machismo blanco y heteropatriarcal. Adiós al arte de representar la variedad, bienvenida la pluraridad ontológica vedada a la imitación fraudulenta. Para saber como van las cosas en el mundo de la cancelación justiciera, será oportuno leer Matadero de reputaciones (La esfera de los libros) de Julio Valdeón, que puede dejarle a uno horrorizado pero a la vez resulta divertido. Y si pueden vuelvan a ver Flecha rota y celebren el amor trágico de Debra Paget y Jeff Chandler, dos apaches de pega pero más auténticos que cualquier tribu chiricahua. Y viva el cine, cuando engañaba como Dios, y el humanismo mandan.