POLÍTICA Y CULTURA

A veces pienso en el albur…

“Nunca digas que amas a alguien si nunca has visto su ira, sus malos hábitos, sus creencias absurdas y sus contradicciones, todos pueden amar una puesta del sol y la alegría, solo algunos son capaces de amar el caos y la decadencia”.

La admiración es un tributo de admisiones y de valores, de justipreciar condiciones nobles y generosas en otros seres humanos, dentro las coordenadas existenciales, retos cotidianos que nos depara el destino. A veces pienso en la tesis del albur, cómo construir un diseño de posibilidad existencial de conducta sin tomar en cuenta lo imprevisto, aquello que nos alcanza en el fárrago de los días, sin haber sido predicho ni pensado, ni elaborado como objetivo o meta a alcanzar. Las creencias primarias religiosas de la antigüedad nacieron del esplendor del asombro, de la búsqueda imperiosa de una jerarquía que posibilitara el diseño de la fe, requerida para explicarse el mundo, la súbita e inhóspita condición social que asumíamos, las herramientas culturales como necesidades de una lógica ontológica para fundar civilizaciones. Cavilo en el orden ambiental y psicológico de nuestro tiempo. Un verdadero caos piramidal articulado por intereses y culturas disímiles. Una inflación ilimitada de habitantes lanzados al mundo en un santiamén masivo de concurrencias, multiplicidades de rasgos y perfiles imprecisos, desbordados en un individualismo caótico donde el Estado moderno es insuficiente para influir determinantemente en esta aparición genética primaria, cuya diferenciación en el marco de las especies bosquejadas por Darwin con precisión antropológica, resulta virtualmente colapsada, en una heterogeneidad de instintos básicos, que reponen de manera dominante los rasgos de la bestia en su saciedad orgánica, con carencias absolutas de amor en su más alta definición de solidaridad e identidad paritaria. El tema es borrascoso pero tiene data inmemorial. Las culturas en sus vórtices abismales se han ufanado de las civilizaciones y los logros científicos más conspicuos, sin que estos hayan logrado penetrar en la estructura demandante del cerebro, modificando su individualismo y apegos suplicantes, traducidos en males como el egoísmo y la dominación social, llegados a extremos en los cuales, las convicciones y propuestas, han carecido y prescinden de sostenibilidad, como si el amor, socorro generoso, no pudiese permanecer incólume en esa dubitación compleja del animal humano. De lo que se trata es de vivir, escenario biológico donde el solo acto compulsivo, se coaliga con instintos y estímulos materiales que facilitan la inserción devorante de todas las criaturas demandantes de la existencia, desde seres imperceptibles para el ojo humano hasta verdaderas monstruosidades ciclópeas, todas asistiendo a un derecho de reproducción innegociable. El asunto a dirimir o profundizar, es preguntarnos si realmente el ser humano y las demás criaturas vivientes tienen finalidad o metas prefijadas en el álbum inmenso de su multiplicidad, del surtido ambivalente y caótico de las civilizaciones. Ninguna de ellas tolera un escudriñamiento agudo de sus disonancias y de la insuficiencia retórica, para encontrar un verdadero sentido a los poblamientos etéreos del pensamiento, dentro de la necesidad orgánica y cultural del aprendizaje. El amor es un invento probable de una civilización desconocida y distante, ajena al circuito comprendido del firmamento acreditado por la criatura humana, en un ejercicio conmovedor de su inestabilidad emocional primaria y animal, con la cual convivimos en dos hemisferios paralelos, dubitativos y frontales del instinto y la conciencia.

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