para no reír
¡Qué descaro!
Hace un par de columnas escribí sobre el enfriamiento del corazón de muchos, por haberse multiplicado la maldad cosa que, a la fecha, continúa igual o peor.
Me trasladaba en el Metro, y en una de sus paradas, ingresó una señora solicitando ayuda para el pasaje y continuar movilizándose, luego de que abandonara el transporte masivo.
De acuerdo a la señora, se quedaría en la conexión con el teleférico, en la estación Eduardo Brito, la misma estación en la que yo también abandonaría el metro para abordar el metro cable.
La señora recibió unas cuantas monedas y al llegar a la parada, como había anunciado, abandonó el Metro. Yo hice lo propio. En todo momento me mantuve con los ojos sobre ella cuando salimos y, contrario a mi misma ruta, tomo la línea del metro nuevamente, aunque en dirección opuesta.
No solo yo me di cuenta, sino unos caballeros quienes comenzaron a comentar, de la costumbre de solicitar pasajes, al parecer inagotables, para hacer varias rutas, con la historia de una consulta médica, o de ser una persona que sobrepasa el medio siglo y carece de una historia más creíble. Aunque no les pide a quienes la conocen.
A lo que voy con todo esto, es al descaro con el que la señora pidió para algo e inmediatamente, a la vista de todos, siguió haciendo lo mismo.
Esto para mí resulta tan chocante. Cuando veo personas con discapacidad ya sea visual o motora, en las calles o empresas, trabajando, vendiendo chucherías y haciendo el esfuerzo, me conmuevo.
Sin embargo, hay tantas personas que gozan de todas sus extremidades, y sin pensarlo piden como si agotan un horario laboral, en base a historias y cuentos de camino, que no van acorde con la realidad.
Yo con mucha pena dejé de ser contribuyente a esas causas donde la falta de vergüenza y respeto están a la orden del día. Ojalá, y al final, Dios no me lo tome en cuenta.