El dedo en el gatillo
¡Alberto, el militar!
La familia Guzmán-Taveras fue también la mía. Me acogió cuando más lo necesitaba. Viví entre ellos un tiempo inolvidable. Me dió casa, comida y, sobre todo, la solidaria presencia del cariño, como si fuera otro de sus integrantes. De su tronco principal, don Aníbal Guzman y doña Nidia Taveras, se procrearon cinco hijos varones. Tony, Amadeo, Aristídes, Anibal y Alberto. Ellos fueron adiestrados por su padre en labores agrícolas para que, cuando él faltara, se hicieran cargo de sus tierras y sembrados. Dos de ellos, Tony y Amadeo, así lo hicieron. El primero se graduó de doctor y todavía es anestesiólogo en la ciudad de La Vega. Alberto, ingeniero, manejaba una factoría de arroz familiar que a veces cerraba por falta de piezas. Arístides y Aníbal tomaron el rumbo del exilio. El mayor de todos, Arístides, rebelde por naturaleza, sobresalía por su buena voz, sobre todo en sus inolvidables serenatas. El segundo llegó a integrar la plantilla de uno de los hoteles cinco estrellas de Nueva York. Hace años que no sé de ellos. Al llegar mi familia de Cuba me establecí en la capital y aunque no perdí el contacto con esa familia, después de la muerte de los progenitores, no he mantenido una sostenida frecuencia de visitas.
De todos los Guzmán-Taveras, Alberto fue con el que más congenié. Todos los días su presencia me ilustraba. Me daba ánimos para controlar mi dolor al vivir alejado de los míos. Su esposa, Milagros Polanco, hermana de quien fuera cónyuge de mi inolvidable Miguel Sang Ben, se dedicó a protegerme con esmero en mis días más aciagos, a pesar de su alta responsabilidad laboral. Alberto y Milagros procrearon tres hijos, dos hembras y un varón que siempre me han mostrado un cariño más que familiar. La mayor de todas, Patricia, doctorada en Londres, vive y trabaja en el Reino Unido, donde contrajo matrimonio y ha formado una próspera familia. A cada rato me la encontraba, pues visita a su familia.
Mi amistad con Alberto fue m[as que un botón. Siempre lo identificaba, en alta voz, con un verso de José Martí incluido en su conocido texto: “Los zapaticos de rosa”:
“Y está Alberto, el militar
que salió en la procesión,
con tricornio y con bastón,^
echando un bote a la mar” …
Pero Alberto no era militar, ni lo fue, ni soñaba serlo. Era lo que se dice un mortal común y corriente de esos que Jean Paul Sartre consideraba como “el centro del mundo”. Andaba en bajo perfil pero era amable y educado al igual que sus hermanos. Con frecuenca me daba bolas a la universidad UCATECI, donde fungí como director-fundador de su biblioteca. También me trasladaba a Radio Santa María, a Librería Morfa, a la ferretería “Chimbìn”, al dominicilio del filatélico Bolívar Pereyra, así como a cuantos lugares se dirigieran mis pasos. Alberto, como muchos dominicanos de su generación, amaba y respetaba a mi país; se empeñaba en conocer la vida del cubano, su día a día, sus hábitos de trabajo y todo lo relacionado con su cultura. Hicimos muy buenas migas y siempre contó con mi respeto y afecto. No fue un héroe, ni necesitaba serlo. Sin embargo, para mí, lo fue.º
La última vez que lo vi fue durante una visita, ocurrida un tiempo atrás, cuando sus padres vivían aún. don Aníbal convalecía en cama: había perdido la visión. Al sentirme llegar, se levantó a duras penas y salió a recibirme como un rey instalado en su trono. Su esposa, doña Nidia se esmeró en atenderme como en el viejos tiempos. Charlamos de varios temas, sobre décimas, canciones y recuerdos inolvidables. En eso llegó Alberto y se unió a nosotros con franco optimismo. Ya su salud mostraba signos de deterioro, y lamenté verlo en esas condiciones. Lo abracé como a un hermano y lo vi partir al poco tiempo, tambaleante, no sin antes preguntarme a qué lugar debía darme una bola ese atardecer.
Hace pocos días un amigo vegano entrañable me comunicó la noticia de su muerte. Imaginé un cáncer o un fallo cerebral, pero al final deseché ambas ideas. Alberto llevaba consigo una carga personal promovida tal vez por la lejanía de su hija, su estancamiento como empresario, la lejanía de su profesión, obtenida con honores, y la incomprensión de una sociedad que debió apoyarlo más.
No pude acompañarlo al que sería su último refugio, en el cementerio de La Vega, tal y como hice con su padre. La distancia y las responsabilidades laborales me lo impidieron. Igual hubiera sucedido si se invirtieran los papeles, y el occiso fuera este servidor. Cuando se muere, la presencia ante su familia es obligada, pero también relativa. He sentido más la muerte de mi amigo Alberto que muchas personas que lo acompañaron en sus honras fúnebres. Mi generación se va apagando como se apagó la de su padre, o la del mío, o de tanta gente buena que ha venido a este mundo en misión de fundar espacios para un mundo mejor, aunque al final, todo quede en un proyecto inacabado y vengan otros nuevos a intentar terminar lo que nosotros no logramos.