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Ideando

El abuelo

Cuando los primeros rayos del sol empezaban a filtrarse por las anchas hojas de los cacaotales y el amanecer estiraba sus primeros bostezos, hacía rato que el abuelo había colado café en el rancho, alimentado los animales y preparado el desayuno en el conuco.

A veces llegaba tan temprano, que era preciso recostarse en la improvisada cama de yaguas a esperar el amanecer.

Allí, el abuelo cultivaba cacao y víveres, las frutas se daban silvestres y los huevos de gallina aparecían dondequiera.

Salvo los domingos, el abuelo no faltaba a esa cita diaria con la tierra, de la cual vivió y alimentó a los suyos siempre.

Echaba los días limpiando, sembrando o haciendo muros. Con ese esfuerzo levantó la familia.

Durante largas jornadas de sol y sombra, en silencio, acompañado solo por un cachimbo y un machete, el abuelo llevaba a cabo una tarea que solo se interrumpía para elevar unas bocanadas de humo de su cachimbo de barro y para barrer el sudor de su frente con los dedos.

Los nietos nos desvivíamos por ir al conuco con el abuelo a correr entre los platanales, luchar en el río y vivir toda clase de aventuras saltando de mata en mata o montando caballo “al pelo”.

El abuelo era un hombre metódico, ortodoxo en sus hábitos, pero respetuoso de las creencias populares. Nos hablaba de esas criaturas que llamaban ciguapa y que tenían los pies al revés y una larga cabellera. Nos hablaba también de las indias de los charcos que habitaban en las profundidades del río Yuna, las cuales se enamoraban apasionadamente de los muchachos y los arrastraban hacia su cueva donde los secuestraban por días y meses. Más que una intención educativa, procuraba meternos miedo con esas leyendas para alejarnos alejarnos de esa parte peligrosa del río.

Todos escuchábamos esas mágicas historias con embeleso. El abuelo era un hombre creíble, respetado y venerado. Era un abuelo al que todos llamábamos papá.

La mayoría de las cosas que consumía las producía él. Era experto preparando los andullos que almacenaba en un rincón de la casa e iba retirando parcialmente y cortando de manera minuciosa en trozos para luego colocar en su cachimbo. Además de consumirlo, también le regalaba a sus parientes, compadres y amigos cercanos. Como crecí al lado suyo, a veces me acurrucaba en sus piernas y allí me dormía viéndole atizar con sus dedos largos el tabaco que colocaba en su cachimbo de barro.

Dejó de ir al conuco porque perdió la vista y enfermó. Ahí mismo terminaron nuestros paseos en caballo, el deleite de arrancar con las manos los frutos maduros, desanidar gallinas, juntar el fogón y ver como subía al cielo el débil humo que salía del rancho y nublaba las hojas de los árboles.

También terminaron ahí los racimos de guineos maduros, la manteca de cerdo, el café en grano que luego tostábamos en la casa, el “ratonero” (los granos de cacao que las ratas dejaban caer al perforar las mazorcas para comérselos y que nos lo dejaban como recompensa salarial por acompañar al abuelo en sus jornadas agrícolas), en fin, todo lo que llegaba a la casa era oriundo de la tierra que sembró y amó.

Allí dejamos para siempre nuestra intrepidez, nuestra inocencia, nuestra pasión por los árboles paridores y nuestra fascinación por las orillas caudalosas del Yuna. El abuelo un día partió, dejándonos recuerdos que hoy evoco y extraño a pesar del tiempo y de los huecos que perforan la memoria..

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