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El dedo en el gatillo

Un amante del libro y el teatro

En mis horas libres cubanas, era poco común descubrirme en la salas de cine, aunque trabajé como vigilante voluntario y también fui abogado en una empresa Exhibidora de Películas. Miento si soy absoluto, porque ante algunos estrenos me escabullía entre las filas de personas aglomeradas en “Radiocentro”, primera sala antillana que exhibió filmes en Cinemascope.

Mi pasión era el teatro. Ese oficio vinculado al desdoblamiento humano. En mi país natal, abundaban salas pequeñas donde existían compañías con plantillas suficientes para trabajar un estreno tras otro, mientras mantenían un tercero en cartelera. Una de esas salas se hallaba en la calle J entre 25 y 27, en la barriada del Vedado. Las funciones se extendían por dos o tres semanas de lunes a viernes y los sábados y domingos dos tandas diarias. El salario del personal, desde técnicos hasta actores y directores, provenía del Estado.

Todo esto ocurría mientras permanecía clausurado el flamante Teatro Martí, donde pasé mi juventud, de función en función. El gobierno era contrario a los “chistes de mal gusto” contra la clase política, en boca de los actores inolvidables que allí trabajaban.

Cuando llegué a Santo Domingo, permanecí dentro de una vitrina hasta mi llegada al vespertino La Nación. Allí retomé mi pasión por el teatro y entrevisté a Rafael Villalona, María Castillo, Manuel Chapuseaux, Ángel Haché y Geovanni Cruz, entre otros. En esos años, también escribí sobre sus obras llevadas a escena. Estaba preparando un tomo cuando aquel diario se cerró. Pasé a Listín Diario donde me esperaban otras metas.

Todavía insisto en mis andanzas dramatúrgicas aunque en menor medida. El periodismo, la poesía, la narrativa y la investigación literaria me sacaron de las garras escénicas. Sin embargo, siempre me dolió que el Teatro Nacional “Eduardo Brito” compartiera su status de primera sala del país con obras de mala muerte que introducían sus tentáculos en los pasillos de las distintas salas que allí funcionan. Lo escribí en cierta ocasión, y lo mantengo. A pesar de eso, he presenciado allí varios conciertos de nivel, presentaciones de libros y obras teatrales de valor. Sin embargo, para algunos dominicanos con ínfulas de grandeza, era importante acudir a esa sala en busca de “un espectáculo social” donde el borracho y el dueño del colmado se abrazaban y olvidaban penas y resentimientos.

La desaparición de las salas de teatro no solo es un golpetazo a la cultura, sino también una premonición de lo que iba a ocurrir con nuestras librerías. Ambos espacios culturales han pasado a mejor vida.

Confieso un secreto a voces: el comercio del libro está en crisis. Es un problema mundial. Y ese mal se extiende hasta esta pequeña media isla donde las librerías pululaban cada tres o cuatro esquinas, y cientos de ellas se esparcían por otras provincias y ciudades. El libro era un bien importante para el dominicano. Era la época para el comercio gneralizado de obras y nuestros autores recuperaban la inversión, unos primero que otros, pero no perdían. Bancos, empresas y comercios compraban regularmente obras literarias de autores criollos no como alimento de polillas, sino para distribuirlos entre sus clientes y empleados. La gente leía. Comprendía que para generar ideas y conocer los conflictos humanos, la aprehensión de conocimientos se guardaba celosamente dentro de páginas impresas.

Pero, como escribió Dante Alighieri, a ese tiempo “llamarán antiguo”. Hoy no se trata de una simple quiebra de librerías, sino una pérdida de la identidad lectora. Para sobrevivir, muchas de esas antiguas librerías se han convertido en mercerías o centros de comercio de útiles escolares. de lo que “se vende”.

La llegada del imperio de la era digital, los bajos salarios, la falta de “tiempo” y el alto costo de la vida, trajeron también el olvido hacia la lectura.

No se lee. Y las nuevas generaciones pretenden ocupar espacios dentro del tinglado social sin afianzarse en la lectura.

Estos nuevos tiempos requieren nuevas estrategias de promoción y venta aunque el autor ejerza el oficio de vendedor de su propia obra. Se hincha el pecho el día de la puesta en circulación para después no saber qué hará con el resto de su obra no comercializada ese día.

Por otra parte, como colofón de la insuficiencia de motivación para la lectura, la gente evita asistir a esas cansonas, tediosas y desfazadas presentaciones de libros en lugares públicos donde se incluyen a tres o cuatro enjundiosos presentadores que llenan de adjetivos, a veces demasiado rimbombantes e inmerecidos a la obra y al autor. Y hasta incluyen en sus discursos “enjundiosas conferencias” sobre otros temas no relacionados con el volumen en cuestión, para escucharse solo ellos mismos.

La suerte del libro y el teatro en tiempos de reducción financiera cae en manos de patrocinadores. Es igual que los periódicos. Cuando reducen sus espacios, los primeros que desaparecen son los culturales. Los Estados no desean salvarlos y los dejan en manos de una propiedad privada que solo patrocina a sus amigos o a lo que le conviene.

¿Renovarlos? ¿Buscar experiencias? ¿Escribir menos o mejor? Hay quienes desean lanzarle al libro la tabla de salvación que el poder económico solo está en condiciones de hacerlo para sí mismo. Lo demás, como dijo el malogrado poeta cubano Rolando Escardó, “son mis argumentos”.

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