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Una cosa es con guitarra y la otra con violín

Suelo salir todos los días tal y como soy. Saco mis cartas y extraigo de ellas la parte que llevo agazapada para evitar que la lluvia me divida a la mitad. Y si el descubrimiento viene de parte un ex pasante del Listín Diario, mi alegría es mayor.

Hace unas semanas Jhonatan Liriano me saludó como siempre lo hace cuando me ve. Recuerdo el día que dejó sobre mi escritorio su libro “La marcha verde” con una dedicatoria que me obliga a recordar aquel año que pasamos juntos, recorriendo barrios, pueblos y sitios de interés. Y también recuerdo cuando abusó mi confianza al incluir temas políticos en su columna “Paquito”, en la sección Ventana y que, por tratarse de él, yo reproducía con la mirada en otra parte.

Jhonatan es mi amigo a pesar de que se ha apartado de su indiscutible talento como periodista para dedicarse a la política, actividad que le apasiona.

Sabe que para sobrevivir en el mundo de la prensa no alcanza un solo sueldo, por alto que sea para un profesional probo que solo aspira a escribir en voz alta. Él tiene hijos, esposa y hogar que mantener y sueños personales como todo ser humano. Traigo esta historia porque su partida del Listín no fue muy pacífica que digamos, aunque hoy, como hijo bueno, vuelve a su casa a saludar a sus amigos de ayer. Pero en aquella ocasión, salió a relucir esa sangre que corre por sus venas con entusiasmo incontenible. Jonathan dañó una computadora, irritado por una noticia que cuestionaba a ejecutivos de este periódico. Y después de su acción, salió por la puerta con su bulto y se apartó del periodismo para insertarse en la denuncia social.

Lo que Jhonatan no sabía entonces era que un servidor también dañó un equipo en la redacción del vespertino La Nación cuando alguien lo colocó sobre mi espacio laboral por su naturaleza inservible. Hasta el administrador de aquel periódico me llamó a su oficina para echarme un boche por dañar aquel medio básico de la empresa colocado provisionalmente en un sitio indebido. Mi discurso fue breve, pero dejé a un lado lo irritable, y le dije: “Mi dignidad vale más que un aparato”.

En mis años de estudiante, el trabajo agrícola permanente era condición de lealtad a la Revolución Cubana. Por eso cumplía de principio a fin mi estadía de varios meses en campamentos montunos, dormitando en hamacas lavando ropa sucia y alimentándome con víveres hervidos y carne rusa enlatada. En esos campamentos relucía la peculiar figura de otro estudiante, de mayor edad, que simulaba bastante bien el prototipo de “hombre nuevo” requerido para ascender en aquel entramado social impuesto por el gobierno.

Nosotros, los de entonces, impusimos chanzas a su patriotismo silencioso. Y a la inventiva de mi generación se debió bautizar aquella “gala de patriotismo” como “El huevón heroico”. Con voz simuladora y sin marcar distancias, lo llamábamos así, y al muchacho no le quedó otro remedio que aceptar aquel bautizo, so pena de caer en desgracia. Otro sobrenombre bastante parecido lo atribuimos a una pareja de “intelectuales” de mayor edad que, por diversos motivos, cumplían estudios de bachillerato. A ellos los nombramos como “los hijos del Che” por sus constantes decires en favor de ideales marxistas.

Cada día, era menor la cantidad de asistentes a sus charlas “revolucionarias”. Después, terminada la pasantía campestre, ambos eran insoportables en las aulas. Los evitábamos porque con ellos el tema político era la orden del día.

Sin embargo, “El Huevón Heroico” era otra cosa. Su brillo no estaba en el decir, sino en las acciones. A veces sus silencios pasaban como discursos enjaulados. Lo fuimos rechazando, porque entre otras peculiaridades, no hablaba con nadie. Ni prestaba sus libretas. Ni miraba de frente. Tampoco se le conoció una novia, ni reveló datos de su hogar, de su llegada a clases y de su partida al mediodía en busca de alimentos para continuar la carga académica. Lo que sí prefería era que se lo hicieran todo. Aspiraba a que su presencia en el grupo fuera reverenciada, sin mirar el rostro de su interlocutor. Quería que otras manos se encargaran de limpiar escombros a su paso. De ahí ese pseudónimo peculiar.

“El Huevón Heroico” y sus consortes vienen a mimente, con sus respectivas personalidades, para mover ciertos rasgos humanos propios del entusiasmo, la ingenuidad y la ignorancia. No sé qué habrá sido de ellos. Tal vez sean Diputados al Poder Popular en Cuba y lleven en sus bolsillos un carné rojo que los signen como leales seguidores de una ideología que yo he dejado atrás con mucha verguenza. Donde quiera que estén les deseo buena suerte. Y los recuerdo con buena fe aunque la forma que decidieron sobresalir, en aquel tiempo, fuera demasiado peculiar. Yo vivo hoy en un país distinto, pero que he hecho mío. Y trato de que se hagan realidad los sueños de los jóvenes pasantes que, como Jhonatan Liriano, llegan al Listín con la idea de forjar un mundo nuevo. Y trato lo que no pude ayer: apartarles piedras del camino.

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