OTEANDO
Como hoja seca
Y un día me iré como hoja seca, para volver convertido en capullo cristalino. Me diluiré en el húmedo universo de los microbios, que siempre me esperan, y vuelven a esperarme. Transitaré de nuevo la ruta circular que me debilita y me nutre, que me quitó y me dio a la vez, muchas veces, “dolor, placer y tedio”, amor, odio y vida. Porque irse es volver y volver es irse. Ambas cosas son los espejismos de la vida y de la muerte. Dependen de un signo, una representación y, sobre todo, de una referencia -siempre contextual-, acaso de un constructo de nuestra perturbada (o perturbadora) mismidad. Me deslizaré de nuevo por la vía transformadora de las apariencias, sin perder jamás mi esencia, que es una, y tiene la libertad y la facultad de asumir el vehículo que se le ocurra para desempeñarse a su antojo; de “arrojarnos” (o arrojarse) siempre, y también infinitas veces, hacia la determinación de una nueva geometría que nos defina en cada estadio, en cada plano. En fin, tiene la potestad de traernos de nuevo a experimentar la concreción de ese “Dasein” geideggeriano de la existencia consciente.
La existencia consciente reclama una predisposición para la comprensión de su destino final. Sin embargo, nos hemos acostumbrado -cosa muy natural- a ver ese final en la otredad, factor que nos impide asumirlo en nuestra empobrecida y mezquina particularidad. Pocos alcanzan el grado de amor que se le exige al rey “Berenguer”, en el drama de Ionesco titulado “El rey se muere”, como conjuro del temor y las preocupaciones metafísicas, y más aún, como fórmula para ejercitar un desapego y un desarraigo para el que nadie nos preparó.
Se nos permite vivir, se nos enseña a vivir; pero, a morir, que siempre se nos aparece como un adelantado, precipitado e injusto final, a nadie se le ocurrió enseñarnos, y peor, es cosa que nadie, excepto Dios, puede impedir. Para eso existen la religión y la filosofía, para proveer ese anhelado consuelo del que precisan nuestra vagarosa existencia y la angustia que produce en nosotros ese seguro, pero siempre indefinido final que nos espera. Por eso se multiplican cada vez más los maestros y guías que ayudan en la forzosa tarea de construir el espíritu de aceptación -quizás sería mejor decir espíritu de resignación- de lo inevitable. Por eso, acaso, cometo el atrevimiento de escribir estas líneas, como una tentativa de construir mi propio consuelo ante la desdichada condición de mortal que limita mi existencia.