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POLÍTICA Y CULTURA

Cuando encontré la morada del tirano

Era una mañana de colores y bordados estampados, caserío insigne, hectáreas inmensas, capitel de grama y centauros, bordando luces sobre la gramínea de las hectáreas infinitas bajo el sol y el alba. Una gélida mañana proseguí mi viaje explorador y penetré al augusto recinto de los muertos, el camposanto pequeño pero selectivo, sembrado para el Generalísimo Francisco Franco y distinguidos próceres de la Corona española, Duques y Emperatrices, ciudadanos de primera categoría social, linaje de herederos, untura de primera, colosos de la sangre inaugural, custodios de la fe, ángeles podridos en su oficio de centinelas de hermosas moradas, donde la carne se fermenta y un silencio abismal predomina. No veo pájaros carpinteros ni palomas mensajeras, no hay sonidos que endulcen aquella mansedumbre de ilustres. He llegado hasta aquí con dos amigos que viven en el istmo, que me sirven de guías y de grata compañía. Mi primera sorpresa fue encontrar esta necrópolis sin vigilantes, puertas abiertas. Pregunto por alguien que debe ocupar una pequeña oficina en la entrada, que estaba cerrada. No hallo a nadie, sus portones estaban abiertos de par en par. Inicio mi travesía buscando la tumba donde reposan los restos mortales del Generalísimo Rafael Leónidas Trujillo Molina, amigo y convidado histórico de Franco. No hay nadie más enterrado, que no pertenezca a la Corona española. Eran muy amigos, y el dictador español dio las órdenes para cobijar sus restos, donde mora ahora el sueño eterno, el despojo de hombres ilustres y polémicos de la historia de la gran España, un privilegio solo reservado a Trujillo. Empecé a rastrear cada una de las arquitectónicas moradas de los que allí reposan en mansedumbre, buscando afanosamente a Trujillo. Mi amigo Juan José, exclama, como quien lograr encontrar un tesoro perdido de piratas, “aquí está, vengan a ver”. Efectivamente, ahí estaba el tirano Trujillo. Una edificación gris oscuro de colores apropiados para el luto y el dolor. Confieso que sentí una inesperada alegría cuando me encontré la tumba. Muerto el 30 de mayo de 1961, el hombre, “a quien los dominicanos llamaban, el Jefe”, como dijo Juan Bosch, estaba esperándome. Una alegría extraña abrigué al penetrar en ese recinto y ver su foto enmarcada y solemne de identidad. Sentí una presencia proscrita expatriada, un sigilo, un crispar matutino del albur. Era octubre del 2023. Era mi mente como una tarántula sobre el césped adoquinado. La única certeza era aquel monumento granítico donde fotografías ilustraban el pasadizo. Un silencio alterado por cigarras ocasionales. Sentí su mirada penetrante como vigía y escudero del más allá, pero estábamos en el más acá. Confieso pertenecer a una generación que fue herida para siempre por su ejercicio despótico y abusivo del Poder del Estado. Llegué en sus postrimerías. Vi su magnificencia, su boato y su estrella podrida. Lo real fue que había penetrado en su mansión postrera, la de los huesos en desuso, la del polvo no enamorado como dijo Quevedo, la de la soledad sempiterna. Pero su mirada pareció clavarse en mí como una saeta aterradora. Entonces su féretro parecía una incitación grabada para una eternidad inútil. Lo que sucedió después, debo narrarlo como una crónica de ensueño y terror. “El Jefe” me habló en circunloquio febril. Era mi mente laborando dubitativa y el tirano respondiéndome. Transcribiré sus respuestas y las mías también.