algo más que palabras

Volver la mirada hacia nosotros mismos

Es tiempo de citarse para ver nuestros interiores, de hacer silencio en la oscuridad de la noche y de meditar, de reencontrarnos con nuestros propios sueños y de crecer como niños, de llamar a la puerta de nuestro corazón, que es como se da sentido a la vida. No olvidemos jamás, que para vivir hay que cohabitar existiendo para los demás. La luz nos la damos entre sí. Toca vencer la falsedad, convencernos de que la visión espiritual la tenemos aletargada, persuadirnos de que somos más poesía que poder, y así podremos contemplar lo auténtico, para llegar a ser más poema que pena.

Hagamos pausa en el camino, por consiguiente, dejémonos tomar aliento. Salgamos de este mundano bullicio para entrar en la contemplativa del ser que soy. Démonos, aunque nos pisoteen. Trabajemos por la senda del bien y la bondad. Aprender a reprenderse es un buen horizonte para divisar la trasparencia. Nuestra gran faena pasa por retomar el camino de la concordia y por abandonar aquello que nos bloquea y nos confunde. Es cierto que la carga es pesada, que los días cuestan, porque hay que despojarse totalmente de lo mundano.

Tenemos que elevarnos, si queremos que sea Navidad; fijémonos en el rostro del Niño que nos nace a diario. Tomemos el propósito de movernos con el semblante inocente, con la mirada limpia para abrazar lo celeste, a pesar de los fuertes huracanes destructores de guerra, que nos amortajan la savia. Que la alianza comience con nosotros, tomando la nívea la estrella de sentirnos familia, de concebirnos hermanos, de considerarnos nada sin Jesús. Dejémonos conmover por el amor divino, pongámonos a servir y no a servirnos del prójimo.

Resulta hermoso volver a unirse y a reunirse alrededor de una mesa clemente, tras reconocerse uno así mismo, engrandeciendo los vínculos que nos fraternizan. Insisto, la fiesta debe nacer en nosotros, en cada uno de nosotros; porque la humanidad, la propia naturaleza humana por sí misma es un renacer continuo, siempre en búsqueda, en la unidad del Verbo Eterno, en el que nuestro Creador se expresa eternamente a Sí mismo: El Padre en el Hijo y ambos en el Espíritu Santo.

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