REMINISCENCIAS
Gestos idénticos, uno glorificado, el otro olvidado
Acabo de pasar por una experiencia espiritual muy conmovedora. Leí en redes una evocación hecha por BBC News relativa a un inmenso gesto de amor y de valor asumido por un obrero chileno de nombre Sebastián Acevedo que, en medio de la espantosa opresión de Pinochet, se inmoló frente a una Catedral del sur central de Chile, luego de haber sido apresados dos de sus jóvenes hijos y tres días de búsqueda desesperada sin ningún resultado, cuando nadie le diera alguna esperanza de que estaban a salvo.
El hecho estremeció a todo Chile y fue una inflexión para las protestas liberadoras. Se ha honrado debidamente aquel tremendo gesto de amor paternal y de civismo ante el oprobio de la tiranía.
¿Por qué me emocioné tanto al leer el dramático relato? Porque en mi pueblo de San Francisco de Macorís ocurrió algo parecido.
Ya he contado aquel hecho terrible que fuera el asesinato de José Luis Perozo; del valeroso gesto del doctor Federico Lavandier, un verdadero santo de la salud; cómo se abrió paso entre la multitud para allegarse al moribundo que se desangraba en el piso del cuartel policial; de su coraje cuando reprochó la serenidad asesina con que el jefe policial lo veía morir, responsabilizándole con un coraje moral que hacía llorar al grupo del pueblo que se agolpaba en la triste calle aquella noche.
He hablado del Padre Henríquez, al día siguiente en un panegírico de púlpito incendiario, acusando al gobierno de la atrocidad. Asimismo, hablé de un hombre de inmenso valor, Lorenzo Brea, que siendo gobernador civil, cuando Trujillo fuera tan sólo 41 días después al baile de la patrona Santa Ana y tuvo que marcharse, furioso, por la poca gente que asistió y no bailaba.
“Lorenzo, carajo, ¿qué le pasa a Macorís?” Y le respondió: “Está muy inconforme y triste por la barbaridad de la muerte de ese muchacho.” Trujillo enrojeció al marcharse. Le había salido mal esa visita al lugar donde se había derramado sangre de un inocente, como si esperara la llegada del asesino. Escribí sobre la madre, doña Rosario, la que llorara más que todas las madres del mundo.
Sin embargo, no traté con el detenimiento debido, sin ninguna intención, otro sacrificio inmenso que se puede equiparar con el de Chile y su Sebastián Acevedo.
Ocurrió que José Luis tenía amigos fundamentales, dos de ellos, mi hermano Aristeo y Manuel Ramón Cortorreal. Nuestras familias sufrieron una angustia intensa porque el asesinato estuvo precedido de dos cosas fatales: la aparición de un letrero, “Abajo Trujillo”, en la pared de la Escuela Normal, y circuló la versión de que José Luis había conseguido una pequeña pistola y decía entre sus amigos cercanos “que mataría a Trujillo en el Baile de Santa Ana” para vengar a su padre y tíos, que habían sido asesinados por su Régimen. Tenía apenas dieciséis años el occiso inconcebible.
Debo decir que Ángel Severo Cabral era el respetable Director de la escuela y llamó a mi hermano, preguntándole: “Aristeo, ¿usted sabe si José Luis tenía una pistola?” “Sí, Señor Cabral, yo mismo la tuve en mis manos cuando nos bañábamos en el Charco de la Ceibita.” Respondiéndole el maestro: “Ni una palabra hable sobre eso, porque es muy peligroso. ¡ Ya usted sabe!”
Llamó a otros y a Cortorreal le dijo: “¿Usted sabe quién puso el letrero ese que apareció aquí?” “No señor, no fui yo. Dicen que Cheche Martínez.” “¡Cállese! Y ni una palabra sobre eso, ya usted sabe!”
Había ido un general del Ejército, reconocido como uno de los duros capitanes del año 30 y ésto era seguro presagio de lo peor. Al Director lo interrogaron en fortaleza y por eso se apresuró a prevenir a sus queridos alumnos de lo peligroso que era hablar siquiera de esas cosas.
En fin, fue entonces cuando sobrevino el gesto y su autor fue el padre de Cortorreal, que sintió el hondo temor de perder a su hijo y se ahorcó en su finca, si mal no recuerdo en Yaiba, donde residía. Era un ciudadano ejemplar, muy respetado.
En Chile, ante su obrero inmolado, se trascendió al hacerlo símbolo nacional, pero nosotros podemos izar el sacrificio de nuestro insigne y desconocido padre suicida, tronco de una familia valiosa.
El fuego de uno y la soga del otro son de la misma raza del valor de los rebeldes caídos; uno, frente a un templo, incinerado por sus manos; el otro, colgado de un naranjo, muy cerca de los surcos y el mar de sudor de su noble vida.
No hay que guardar distancia, pues; a mí eso me estremece, aunque sea tanto tiempo después.
Macorís fue escenario de gestos inmarcesibles de valor y no se rindió ante el terror del bayonetazo de aquel ángel de su juventud.
El doctor Lavandier, el Padre Henríquez, don Lorenzo y doña Rosario, la madre dolorosa, precedieron a aquel hombre de campo que dispuso de su vida en aras de hacer prueba del horror dominante, de manos del amor a su hijo en umbral de muerte inequívoco. El hecho es que sobrevivieron los hijos de Chile y el hijo del hombre de campo nuestro.
Sería injusto no recordar el valor del maestro director de la escuela, que no se amilanó ante un interrogatorio temible y protegió a todos sus muchachos rebeldes. Así fue considerado y reconocido por ese pueblo indómito.