Los recuerdos

(A la memoria de Manuel Mora Serrano)

Los recuerdos son una alcancía de nostalgia. Allí se van guardando los mayores tesoros de nuestra existencia. Es donde reposan las penas y las alegrías. Con los años vamos archivando nombres, escenas, lugares, amores, desencantos, y una hilera de situaciones que nos aturden y que van desde lo personal hasta lo familiar. Incluye los altibajos de la salud, la profesión, el trabajo, etc., los cuales son el esqueleto emocional de nuestras vidas.

El corazón es la víctima predilecta de estas emociones. Allí nacen la tristeza y la alegría. Allí reposan los hechos más contundentes y estremecedores de nuestro ser y esas penas son una tortura para el alma. Una especie de cuchillada punzante que penetran en nuestros sentimientos y van dejando huellas que muchas veces resultan imborrables.

Hay dolores que son eternos. Dolores que se convierten en tiranos sentimentales del alma. Dolores que afligen, que nos persiguen hasta en los momentos de alegría y que nunca dejan de acompañarnos.

Hablo de amores que ya no están. De amigos que se han ido. De metas que no alcanzamos. De asuntos que impactan poderosamente lo más profundo de nuestro ser.

Nadie escapa a esa realidad. Mieses Burgos lo expresa de una manera poéticamente grandiosa: “cuando la rosa muere deja un hueco en el aire que no lo llena nadie”.

Lo dijo antes que Alberto Cortez: “cuando un amigo se va deja un espacio vacío, que no lo puede llenar la llegada de otro amigo”. Esas ausencias insustituibles son también heridas que se llevan en el alma de manera invisible y que nos asaltan en cualquier lugar y a cualquier hora del día. Son, en definitiva, un traje de tristeza que desborda lágrimas y suspiros.