Teorías irracionales sobre el domicilio de elección
Nuestro Código Civil está plagado de antiguallas que se inspiraron en la realidad social y económica de fines del siglo XVIII y principios del XIX, razón por la es desaconsejable interpretar su envejecido cuerpo de normas por medio del método literal. La cambiante realidad social que apareja el devenir del tiempo ha superado ya su marco referencial, alejando muchos de sus enunciados del ideal de justicia que pretende el derecho.
En efecto, cuando una legislación se desacopla de las instituciones emergentes, se hace imperativo revalorizarla por vía de los principios, instrumentos de solución de conflictos más dinámicos y actualizados. Uno de ellos, quizás el que mejor procura la efectividad de los derechos fundamentales, es el de interpretación conforme, una suerte de directriz hermenéutica que reorienta las disposiciones preexistentes en sentido constitucional.
Opera como cambio normativo sin reforma de texto: “[…] una disposición no es declarada inconstitucional mientras sea posible dilucidar en ella un significado conforme”, explica el Tribunal Constitucional italiano en su sentencia núm. 559/1998. Catorce años después de haberse proclamado la Carta Sustantiva, siguen menudeando sentencias inspiradas en la dicción literal de anacronismos, cuando no en rancios criterios que al momento se sentarse no tuvieron en cuenta la preeminencia normativa de la Constitución.
Sucede, a modo de ejemplo, con la atenuación al principio de la unidad del domicilio prevista en el art. 111 del Código Civil, precepto que exhibe la huella secular de épocas lejanas. El domicilio es el asiento legal de una persona, su puerto de amarre frente a terceros. Durante el ancien regime, los codificadores napoleónicos admitieron que las partes de un acto jurídico pudieran escoger un domicilio alterno o, en palabras de Ripert y Boulanger, “un domicilio ficticio”.
Dado que el instituto en estudio comprendía la posibilidad de que allí se le noticiaran actos procesales al ausente, como años después lo contemplaría el art. 59 del Código de Procedimiento Civil, la corte de casación de Francia empezó a reclamar en la tercera década del pasado siglo la “indicación de una persona encargada de representar en ese lugar a la parte que eligió el domicilio especial”. El fin, aunque parezca obvio, es que el ausente no esté ajeno a ningún acto que fuese allí entregado. De lo contrario, “las diligencias deben ser remitidas al domicilio real de la parte”, explican los doctrinarios en cita.
El art. 69.8 del Código de Procedimiento Civil apenas requiere que el emplazamiento al domiciliado en el extranjero se le notifique al fiscal de la jurisdicción territorialmente competente, el cual “visará el original y remitirá copia al ministro de Relaciones Exteriores”.
No obstante, el Tribunal Constitucional reprendió hace ya algunos años la aplicación textual del indicado precepto. Con ocasión de un recurso de revisión constitucional interpuesto contra una sentencia de la Suprema Corte de Justicia que visó esas actuaciones como suficientes para validar el emplazamiento, sostuvo que en nada aseguraban al demandado su derecho a la contradicción. Así las cosas, procedió a interpretar el referido art. 69.8 conforme al texto fundamental: “solo puede tomarse como válida y eficaz una notificación si la misma es recibida por la persona a la cual se destina o si es entregada debidamente en su domicilio”, se lee en la TC/0420/15.
Sin embargo, la Primera Sala del más alto tribunal judicial se resiste a apegarse a ese criterio. Veámoslo en contexto: el vendedor de un inmueble, alegando el presunto incumplimiento de una obligación accesoria, demandó al comprador, pero en lugar de emplazarlo en su domicilio real -que figuraba en el contrato celebrado hace algo menos de 20 años- lo notificó en la secretaría de la cámara civil del tribunal de primera instancia, dando lugar a una sentencia condenatoria en defecto.
Se nos dirá que, si el demandado consintió ese domicilio de elección, el emplazamiento habría sido regular. Resulta, empero, que el acto bajo firma privada que las partes suscribieron no especificaba en cuál secretaría de las tres cámaras en que está dividido el tribunal de primera instancia el comprador eligió domicilio. La corte casacional, tirando a puros jalones de moño, resolvió ese vacío o laguna argumentado que como se hizo en un contrato “enmarcado dentro de la esfera del derecho civil… las consecuencias que se puedan derivar de [su] celebración deben ventilarse ante la jurisdicción civil”.
La boutade no puede ser más lastimera, pues en nuestro sistema procesal no recurrimos a la adivinación, a las cartas ni a la lectura de hojas de té para encontrar la verdad de los hechos litigiosos. No es casualidad que Michele Taruffo subraye que los tribunales “no hacen apuestas, no participan en sorteos ni resuelven lanzando dados”. Cierto que una compraventa difícilmente desencadene en un conflicto de tipo laboral, pero la elección de domicilio no está asociada a la naturaleza del acto jurídico, por lo que nada impide que un empleado escoja la secretaría del tribunal de tierras o de familia como domicilio procesal.
Por igual, un contrato de préstamo, pese a estar sometido al régimen del derecho civil, pudiese ser detonante de un hecho punible de la competencia atributiva de la jurisdicción penal. Una inferencia solo puede considerarse apta para atribuirle un grado de fiabilidad a la conclusión si es acompañada de datos o fundamentos cognoscitivos, los cuales brillan por su ausencia en la sentencia en análisis. Todavía peor, en la parte motiva no se identifica la premisa de derecho asumida para valorar la hipótesis fáctica objeto de juicio.
El derecho implica la aplicación de normas, cualquiera que sea su naturaleza, y lo que dispone el art. 1162 del Código Civil es exactamente lo contrario a lo resuelto: “En caso duda, se interpreta la convención en contra del que haya estipulado y en favor del que haya contraído la obligación”. De su lado, el profesor Juan Morales Godo afirma categóricamente que “Ante cualquier duda sobre la notificación, debe estarse a favor del demandado, toda vez que sobre él pesa la carga procesal de contestar la demanda… la garantía constitucional del debido proceso así lo exige”.
Eduardo J. Couture pone el dedo en la llaga: “Hoy no se exige unánimemente una citación en la persona misma del demandado, pero se exige que verosímilmente el demandado tenga noticia del proceso”. Vencida por un delicioso empirismo, la alzada de casación sostuvo que “no es necesario que haya constancia de que el acto haya sido entregado a la parte notificada. La notificación se considera válida cuando el alguacil actuante se traslada al domicilio de elección y sigue el procedimiento correspondiente…”.
Pero, ¿cuál es ese “procedimiento correspondiente”? La callada fue dada por respuesta. Sea como fuere, la correcta aplicación de la ley positiva en un Estado social de derecho no depende del cumplimiento de su tenor literal. Las normas procesales tienen una función instrumental, por lo que todo juzgador debe, al momento de interpretarlas, asegurar que son razonables y que no afectan el contenido esencial de derechos o garantías fundamentales. De ahí la trascendencia de la interpretación conforme, técnica que procura la máxima realización de los principios y valores supremos.
Si el emplazamiento tiene por objeto llevar a conocimiento del demandado la existencia de la demanda que se ha incoado contra él, es una sottise promover la mera formalidad de una norma históricamente perimida, esto es, que la constancia de que se le haya entregado sea innecesaria: “El derecho de contradecir es un requisito procesal imprescindible que persigue garantizar la igualdad entre las partes, manifestaciones inequívocas de su dimensión sustantiva y adjetiva… componente esencial que perpetúa la bilateralidad a lo largo del desarrollo del proceso”, consigna la TC/0006/14.
Aunque las vacilaciones en sede casacional son dolorosamente corrientes, merece la pena traer del olvido la sentencia del 4 de agosto del 2010 de la misma Primera Sala de la SCJ: “Se ha admitido como válida la notificación hecha en el domicilio de elección, siempre que esa notificación, así efectuada, no le cause a la parte notificada ningún agravio que le perjudique en el ejercicio de su derecho de defensa”.
La sentencia del 28 de septiembre del 2011 es otro testimonio de los humores volubles de esa alzada: “La elección de domicilio en la secretaría de un tribunal no ofrece, per se, seguridades plausibles para cumplir a cabalidad con su cometido”, esto es, que el demandado tenga certero conocimiento del proceso que se ha iniciado en su contra. En los días que corren, sin embargo, dicha alzada entiende que “Cuando una de las partes hace elección en la secretaría del tribunal, es a dicho elector… a quien le incumbe mantenerse monitoreando la secretaría del tribunal en el cual haya hecho elección para estar al tanto de cualquier notificación que llegue a dicho domicilio de elección”.
¿Monitoreando? ¿Cuál es el sustento normativo de ese razonamiento intuitivo y artificioso? ¿O será que la narración conclusiva depende de la interpretación del vuelo de los pájaros y no del ámbito de aplicación de una norma adoptada como criterio de la decisión?
En fin, si se parte del precedente del art. 69.8 del Código de Procedimiento Civil, al cual el Tribunal Constitucional le dio una interpretación que rebasó su sentido literal, podremos convenir en que el criterio de la Primera Sala de la SCJ, tanto sobre la derogación convencional de los efectos del domicilio real como de la “regularidad” de un emplazamiento en las circunstancias aquí ponderadas, está a millas náuticas de una hermenéutica cónsona con los arts. 69.4 y 74.2 del texto supremo y las normas convencionales que subordinan la validez del proceso jurisdiccional a la materialización efectiva de las garantías fundamentales.