PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA
Arrupe vivió la bomba atómica
El 6 de agosto de 1945 en el noviciado de Nagatsuka, a seis kilómetros del centro de Hiroshima, Arrupe presenció, «como un fogonazo de magnesio disparado ante nuestros ojos» y luego oyeron «una explosión formidable, parecida al mugido de un terrible huracán, que se llevó por delante puertas, ventanas, cristales, paredes endebles...» Durante varios segundos cayeron sobre sus cabezas tejas, ladrillos y cristales.
En vano buscaron el hoyo de la bomba en el patio de su casa y en los campos de arroz vecinos, pero sobre Hiroshima se levantaba una nube en la que se distinguían llamas formidables. La ciudad estaba arrasada. Arrupe estaba ileso al igual que sus 35 novicios jesuitas. Se ha calculado que esta primera bomba de los Estados Unidos mató unas 140,000 personas e hirió otras 130,000.
Mientras seguían buscando la manera de entrar en la ciudad a socorrer a las víctimas, los jesuitas rezaron suplicando ayuda a Dios. Arrupe, que había estudiado Medicina en la Facultad de San Carlos de Madrid años atrás, volvió corriendo a la casa para buscar algo con que curar a los heridos.
De entre las ruinas logró sacar el botiquín, un poco de yodo, algunas aspirinas, sal de frutas y bicarbonato. «Esos eran mis poderes, cuando estaban esperando 200,000 víctimas a quienes auxiliar. ¿Qué hacer? ¿Por dónde empezar? Caí de nuevo de rodillas y me encomendé a Dios». Arrupe tuvo entonces la idea de acondicionar en lo posible la casa para acomodar en ella a cuantos enfermos y heridos les fue posible. En total, más de 150.
Con bicicletas o a pie, los más jóvenes se lanzaron por los alrededores de Hiroshima en busca de alimentos para proporcionar a aquellos organismos energía para reaccionar contra las hemorragias, la fiebre y la supuración de las quemaduras. «El éxito acompañó nuestros esfuerzos, porque casi sin darnos cuenta estábamos desde el principio atacando aquella anemia y leucemia que iban a desarrollarse en la mayoría de los heridos por haber sido atacados por las radiaciones atómicas».
Al cabo de media hora se le habían formado en la piel ampollas que con el tiempo se habían convertido en quemaduras. Había que punzar y abrir las ampollas. «Sufrimientos espantosos, dolores terribles… sin embargo, no se oía un solo quejido: todos sufrían en silencio», escribió admirando el estoicismo de los japoneses.