enfoque

Salomón, Josué, Shakespeare y la muerte

Grandes pensadores de la humanidad han “filosofado”, lamentándose en sus reflexiones sobre cuál sería el destino final de la obra que hicieron con gran esfuerzo, cuando muriesen y entonces otro ocupase su lugar.

Y dentro de esos grandes pensadores que nos dejaron por escrito sus lamentos, disgustos y hasta irritabilidad, porque otros trastornen su legado, usted se sorprenderá con uno que ha sido loado hasta la saciedad por pastores, sacerdotes y predicadores laicos: El rey Salomón.

El hijo del rey David, tan admirado por su sabiduría, se comportó como esos creyentes quisquillosos que constantemente pregonan el nombre de Dios, pero en ocasiones de manera sutil y en otras rayando en lo blasfemo, expresan conceptos que desagradan a Jehová.

Salomón, con relación al tema de la muerte, planteó lo siguiente: “Me dije para mis adentros: Si me aguarda lo mismo que al necio, entonces ¿Para qué he adquirido más sabiduría? Hablando para mis adentros advertí que también esto es vanidad. No se guarda memoria perpetua del sabio ni del necio, pues tanto el sabio como él morirán, y en el futuro ambos caerán en el olvido. La vida me parece aborrecible, pues me va mal todo lo que se hace bajo el sol. ¡Todo es vanidad y empeño vano! Me parecen aborrecibles todos los trabajos que hago bajo el sol, pues sus ganancias tendré que dejarlas a quien me suceda, y ¿quién sabe si será sabio o necio, y se hará cargo de todos los trabajos que hago y en los que plasmo mi sabiduría bajo el sol? También esto es vanidad. (Eclesiastés 2:15-19. Versión Biblia de Navarra).

Con esa reflexión de Salomón percibimos que la sabiduría no es como tener un título universitario, sino un don que Dios nos da para que lo usemos de manera adecuada en nuestra vida cotidiana. O sea, es algo que se pone en práctica con cada actuación nuestra y que no debemos confundirla con nivel de instrucción académica, porque también sabemos que muchos profesionales laureados suelen comportarse como ignorantes en algunos aspectos de sus vidas.

En Salomón podemos captar que, en esa época de su vida, cuando escribió Eclesiastés, estaba pasando por una depresión existencial, la que queda claramente reflejada cuando expone “¿Para qué he adquirido más sabiduría?”, “Tanto el sabio como el necio morirán, y en el futuro ambos caerán en el olvido”, “La vida me parece aborrecible”, “He dejado que mi corazón ceda al desaliento”, “¿Qué saca el hombre de todo su trabajo y del empeño que su corazón pone bajo el sol? “He detestado la vida, porque me repugna cuanto se hace bajo el sol, pues todo es vanidad y atrapar vientos”. (Eclesiastés 2:15-23. Versión Biblia de Jerusalén Latinoamericana)

Las quejas de Salomón retratan a un hombre incapaz de aceptar de manera natural las leyes biológicas y sociales de nuestra vida terrenal.

Josué llevó al pueblo de Israel a la tierra prometida.

Josué llevó al pueblo de Israel a la tierra prometida.EXTERNA/

Contraria a esa conducta narcisista de Salomón, con la que suelen identificarse ateos y hasta consagrados creyentes, es la de Josué, el líder que sustituyó a Moisés cuando Dios le prohibió llevar a su pueblo a la tierra prometida.

En la etapa final de su vida, Josué acepta con naturalidad las palabras de Yahvé (Josué 13:1) porque comprende que no solo se cumplió su ciclo de vida terrenal, sino que también asimila con claridad -y esto es lo más importante y trascendental- que Dios no considera la muerte como un castigo, ni tampoco quienes creen fielmente en Él debido a que los creyentes humildes y sinceros -aunque sienten la pena normal de tener que dejar a sus seres queridos- consideran que la muerte es tan solo la mediadora para hacernos pasar de un estado a otro.

Un fiel creyente confía en que la muerte no tiene la última palabra, y esa fue una de las razones por las cuales Josué aceptó con naturalidad la decisión de Yahvé relacionada con su partida de este mundo.

Eso está en el Salmo 48 versículo 14 donde dice: “Porque este Dios es Dios nuestro eternamente y para siempre; Él nos guiará aun más allá de la muerte”.

No estamos en capacidad de describir con lujo de detalles cómo sería ese otro estado al cual pasaremos al morir. Pero lo que sí podemos recomendar, como nos aconsejaba el médico y científico español don Santiago Ramón y Cajal, que disfrutemos de nuestra existencia terrenal mientras nos quede un hálito de vida.

Ese disfrutar debe ir acorde con nuestra personalidad y creencias, porque muchas personas de la vida secular se auto engañan creyendo que “disfrutar” es ingerir los fines de semana una gran cantidad de bebidas alcohólicas o usar otras drogas ilegales, y en sentido general se mantienen buscando diversiones constantes, intentando sentir una alegría artificial, inauténtica, falsa y carente de naturalidad.

Podemos ver que, aunque el éxito le permita a una persona escalar a posiciones elevadas, como por ejemplo ser rey igual que Salomón, o presidentes en gobiernos diferentes a la monarquía, lo cierto es que si usted no acepta con la naturalidad de Josué los altibajos de la vida cotidiana, padecerá de una angustia vital que no podrá solucionar adorando al dios Baco, porque la pseudo alegría que consiguen con el alcohol, tan solo les servirá de careta para tratar de ocultar al mundo sus reales sufrimientos.

Es digno de admiración que Josué aceptó la realidad que le estaba planteando Yahvé: “Que ya él era muy viejo y que por eso había llegado el momento de su muerte” (Josué 13:1)

La muerte es sencillamente como un estado de “sueño” o “dormir profundo” del cual despertaremos en el momento que Yahvé lo considere adecuado.

El extraordinario e irrepetible escritor inglés William Shakespeare, con su personaje Hamlet, en el acto tercero, primera escena, nos deja esta reflexión sobre ese momento ineludible de la existencia humana: “¡Morir… dormir, no más! ¡Y pensar que con un sueño damos fin al pesar del corazón y a los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne! ¡He aquí un término para ser devotamente deseado! ¡Morir… dormir! ¡Dormir!...

Josué después de aceptar con naturalidad que su muerte era inevitable e inminente, se dedicó a preparar su discurso de despedida y a ocuparse en asuntos de la vida cotidiana.

A diferencia de Salomón, pese a toda su sabiduría, Josué aceptó con naturalidad la decisión de Yahvé, no pidió que se le prolongase la vida, debido a que ya aprendimos que para Dios la muerte no es un castigo.

El autor es general psiquiatra (retirado) del Ejército