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Pensamiento ético y cambio existencial

Escribir sobre ética en tiempos convulsos es tan halagador como riesgoso. Existe una elevada probabilidad de nula atención o pésima retribución lectora. Y esto quienes más lo saben y lo padecen son los académicos del campo de los valores. Expondré mi suerte al hablar de un texto encantador y crudo; desnudo y lúcidamente visceral.

Con inusitada fruición y apacible sorpresa, he leído el ensayo: “Un Instante Eterno: Filosofía de la Longevidad”, del filósofo francés Pascal Bruckner (2021). En el texto reside una profunda reflexión sobre el arte de vivir y el infranqueable instante de morir. La lucha que opone una vida agotada o envejecer en paz.

Tendencia mayoritaria de los hijos de la postmodernidad es mirar con desdén y hasta desazón todo cuanto tienda a tocar los linderos éticos y racionales de su pura libertad. De su conquistada, engreída y solitaria libertad.

Y, como aduce Bruckner, no es para menos, vivimos un tiempo en que el sistema -economía-mundo- abrazó el propósito perfecto de salvar a la humanidad consumiendo. Todo lo que sea, al precio que sea…

Y allá, en su cumbre de lúdica ilusión, el ego narcisista, hipertrofiado en el templo neoliberal, ha pasado de ser privado e individual a un ente de reconocimiento político y público. Atravesado, sin tamiz, por la infinita red social.

De suerte que, para coronar mejor su meta, la nueva religión económica ha consagrado el culto a la eterna juventud. Convirtiendo este privilegio, efímero y bilógico, en título indiscutido de eterna grandeza, de imbatible nobleza existencial.

Claro que, como advierte el filósofo, la vida real no es tan heroica ni edulcorante. Vivir con los pies en la tierra exigirá siempre de límites éticos y barreras concretas, espacios sagrados que resguardar. Por lo pronto, sin embargo, velocidad y encanto gobiernan con ensoñación la existencia y las edades postmodernas.

Para los griegos antiguos, el término “Episteme” contemplaba (y aún lo conserva) el significado del pensar reflexivo, vale decir, del conocimiento que se ampara en la verdad.

Desde entonces, ha sido la base teórica del conocimiento científico. Aristóteles lo vinculaba al razonamiento lógico que trasluce el silogismo. Distinto sentido adquiría la palabra “Doxa”, que, por simple deducción, refrendaba la mera creencia o la opinión vulgar. Hoy, en la pantalla planetaria, se hace cada vez más difícil diferenciar ambas nociones.

De aquella razón lógica se extrajo la construcción lingüística del “Areté”, concepto experiencial que alude a la excelencia requerida por la virtud del alma. Término que, con el tiempo, para el mundo griego y latino, habría de convertirse en arquetipo y concepción de la Virtud, o sea, la sustancia que nutre y da vida a la condición ética del ser (Ethos). Porque para esta rama de la filosofía “el verdadero saber es saber hacer bien las cosas”.

En un mundo tan ligeramente desnortado, contemplar para pensar con sentido ético puede resultar soso, cuando no ridículo. Pues, como suele preguntarse Bruckner, ¿qué nos queda por hacer cuando ya lo hemos visto todo?

Vivimos un tiempo en que los jóvenes no quieren envejecer y los viejos se niegan a aceptar su edad.

Los niños y adolescentes son empujados a una forzada y prematura adultez. Y los adultos, irónicas palabras de Gilles Lipovetsky, ansían las horas de mantenerse en su inédita etapa “adulescente”.

Tamaña empresa psíquica y exagerado desafío ante la natural resignación humana. Se trata de un cambio existencial enorme que Bruckner endosa y compendia como una fatiga del ser y un tiempo de melancolía crepuscular.

El profesor de filosofía del Instituto de Estudios Políticos de París comenta que hay razones biológicas para exhibir arrogancia y celebrar con osadía el reto fenomenal de esta época. “Porque, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial (1945), al menos en Europa, la esperanza vida se ha disparado en más de veinte (20) años. Aumentamos tres (3) meses más de vida cada año, ¡y una de cada dos niñas nacidas en este tercio del siglo XXI vivirá cerca de cien (100) años!”

Sin dudas, acudimos a una nueva generación de pantallas e hipertecnología, muy diferente a los hijos esmirriados de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Inferencia palmaria de que hoy los llamados millennials y la generación Z, en condiciones normales, se toparán con los cien (100) años de esperanza de vida.

Bruckner expone con filosa erudición acerca de esta debutante ancianidad. Prolongada, acaso, entre el aburrimiento y la urgencia. La que, en todo caso, se asumirá como extensión obligatoria de la vejez. Al mismo tiempo que resaltará otra esperanza de vida, imponiéndonos conocer “cómo hacer uso del sobrante de vida que nos sobrevendrá.”

Hablaremos de una élite superadinerada que aspira y galantea, tal cual insinúa Yuval Harari, con la anhelada receta de la “amortalidad”.

¿Cómo paliaremos, si es que se suscita, el terror a envejecer?

¿Dónde quedarán los anaqueles de la sexualidad, siempre arcana, siempre tabú?

En esa batalla, palabras de Bruckner, ¿la cirugía será una metamorfosis del no aceptarse? ¿La muerte, un fracaso terapéutico?

Acudimos al prefacio sin lectura de un futuro encantador y turbio a la vez.

La mitología griega, sabia en su cosmovisión, nos enseñó que Kairós es el tiempo justo, el instante perfecto, el espacio oportuno y la necesaria ocasión. Igual para vivir que para morir.

¿Qué será preferible, perpetuar la vida o vivir y envejecer intensamente?

Quizás quepan aquí, por apropiadas, las palabras lapidarias de Voltaire: Quienes no son capaces de reconocer las virtudes de su edad, cargarán únicamente con el peso de sus defectos.

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