Recuerdos de mi infancia desde el presente
En mi pueblo, San Francisco de Macorís, había dos escuelas primarias: una de hembras, la Costa Rica, y la otra, El Salvador, para varones.
Ambas instaladas en caserones de madera alineados en su calle principal y los uniformes eran de sobrio diseño, blusa blanca y falda negra para unas, y los otros fuerte azul en el pantalón, camisa de “nipe”, de azul pálido.
Los maestros provenían de la generación anterior jugando el hermoso papel de velar y cuidar la buena formación de los muchachos y muchachas. Eran extensiones verdaderas de la familia.
Tandas de mañana y tarde; clases impartidas a todos los inscritos, obligatoriamente, sin ninguna distinción, sentados en los mismos pupitres, desarrollándose así una amistad temprana entre los hijos del carpintero, el zapatero, el pulpero, el peón de factoría, el abogado, el médico, el tendero, en fin, todos los hijos del pueblo, de igual a igual, recibiendo enseñanza común bien compartida.
Era una integración social aquella, sencillamente asombrosa. Nacieron así las amistades auténticas, las que perduran para siempre.
Recuerdo un trabajo de composición relacionado con el naufragio del Titanic. Nuestro profesor Panchito Rosario, que luego fuera médico eminente, nos puso como tarea en el séptimo curso interpretar porqué y cuáles habían sido las causas de aquella tragedia, tenida por mundial. Quería hurgar el maestro en la mente de sus alumnos y saber cómo la habían asimilado al leer el relato del hecho tremendo del año ´12 de pasado siglo.
Tres trabajos de respuestas fueron debatidos entre los cuarentidós compañeros de mi curso; uno fue el mío, que mereció premio de reconocimiento por el maestro, que nos llamó a los tres finalistas a discutir méritos ante el resto de compañeros, que tendrían derecho a preguntar a los alegres ganadores.
“Vinicio”, dijo el austero maestro, “a ver si explica sus razones”. Contesté, ya en escena: “Para mí fueron muchos los errores de los dueños del barco; pienso que todos vinieron de la creencia de que era insumergible, porque podía competir y vencer a los hielos del mar. Esa soberbia, agregué, los llevó a entender que era posible hacer las veces del Poder de Dios, sin humildad alguna. Se sintieron seguros por falso orgullo y pretendieron ponerse por encima de los temores naturales de la tierra.”
Finalmente, afirmé, sin que estas fueran palabras exactas, que para todos nosotros era necesario, cuando llegáramos a ser hombres, seguir ese ejemplo de lo que ocurre cuando la soberbia pretende ver a los demás con desprecio; que la modestia y la honradez eran esenciales para el buen vivir.
En fin, fue todo un éxito aquel debate. Milvio Mejía, el más pobre de la clase, hijo de madre prodigiosa, lavandera, me dijo con su sonrisa imperecedera: “Jinga, según llamaba a sus compañeros, el mejor ejemplo de cómo debe ser nuestro paso por la vida está aquí, en esta aula todos juntos, ricos y pobres, bebiendo en la misma fuente.”
Milvio, mi inolvidable amigo, luego fue ebanista sobresaliente y conservo su forma hermosa y modesta de enfrentar la vida como ejemplo, cual fuera la suya hasta la muerte. La última vez que le vi me dijo: “Vincho, lo que pasa es que se ha perdido la cohesión de antes.”
Hoy, a tantos años, le recuerdo más que nunca, cuando acaba de producirse la tragedia de cinco vidas perdidas por la temeraria curiosidad de la opulencia, no de la ciencia, que no ha podido vencer la enorme fuerza del peso eterno de los océanos.
Sigue así el Titanic atrayendo la muerte; parece interesado en igualar el récord de la otra tumba inmensa, las Torres Gemelas, si no en average de muertes, sí en la de ser dolor del mundo como tragedia.
Me lleva el recuerdo más lejos, cuando nos visitara el Director de Deportes de entonces, don Frank Hatton, que nos llevaba el primer juego de bates, guantes y bolas Wilson que sustituirían nuestros bates de jagua o naranjo y nuestras trochas de lona de camión, así como nuestras bolas de cuero, tejidas por nosotros mismos.
Don Frank pronunció unas palabras que las retengo como algo profético: “Sólo el deporte nos dejará una juventud de mente y cuerpo sanos y algún día sus hijos seguirán siendo los hermanos que son ustedes hoy.”
La única profecía cumplida es esa por las simpatías comunes que cuidan y salvan nuestro gentilicio: ¡Somos Dominicanos, aunque solo nos una el deporte!
En el resto que tenemos como presente la cohesión está irremisiblemente perdida.
¿Qué nos pasa? es la pregunta clave para saber qué tipo de lepra nos malogra el encuentro.
Lo abordaré en mi blog La Pregunta, partiendo de la desaparición de la sinergia entre ese binomio de Dios perdido: Familia y Escuela.
Las otras descomposiciones las he venido tratando desde la jungla de la política insensata, en medio de los grandes peligros nacionales.
Lo cierto es que las peores agendas internacionales de laceración del tejido social se han venido aplicando fríamente y es ardua la tarea de alinear y comprender los tormentos.
Se trata de una experiencia fascinante: luchar en la ancianidad contando con el arsenal de la infancia; así se da la trilogía espiritual de Patria, Familia y Escuela.
Estas Reminiscencias son espléndidas porque mucho me fortalece abrevar en sus vivencias. Me tienta la idea de asumir ésto hasta el último hálito, porque deseo terminar mis días tranquilo de conciencia, sin que falten mis ruegos.