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mirando por el retrovisor

¿Sabes dónde están tus hijos o si están en línea?

Tres los viví personalmente y del cuarto hago referencia por mi condición de periodista.

Como acostumbro cada mañana, fui ese día temprano a trotar al Parque Mirador Norte de la capital y luego a una rutina de tiros en la cancha de baloncesto del área verde. En lo segundo estaba cuando se me acercó un niño de unos ocho años para solicitarme jugar un partido. Rechacé la propuesta amablemente, le sugerí evitar acercarse a personas extrañas, no andar solo en el parque y buscar a sus padres.

Al día siguiente, también en la mañana, entré a comprar papel bond 8 ½ por 11 a un centro de internet, ubicado en el barrio Villas Agrícolas, donde crecí. Le pasé por el lado a un niño –aparentaba unos 10 años- que estaba sentado frente a una computadora, muy centrado en un videojuego. Manipulaba con los controles a un personaje fuertemente armado que avanzaba dejando una estela de sangre y rivales acribillados a tiros. El niño no se inmutaba ante ese escenario de extrema violencia.

Ya unos días antes escuché a un adolescente de 13 años interactuar con otro juego en línea. Le hablaba y a veces discutía acaloradamente en la tablet con su interlocutor, a quien en un momento le dijo sobre alguien que le molestaba: “Me tiene harto, lo voy a matar y después me iré al cielo”.

El otro episodio fue el asesinato de un jovencito de 16 años cuando charlaba a las 10:30 de la noche con unos amigos cerca de una estación del Teleférico en Los Alcarrizos. Cuando leí la información me sorprendió que un adolescente estuviera a esa hora de la noche en un sector donde los vecinos dicen que hasta de día los delincuentes están constantemente al acecho.

Los escenarios presentados retratan esas amenazas perennes a que estuvo expuesta la generación a la que pertenezco, esencialmente análoga, y actualmente los llamados nativos digitales, que accionan en un mundo predominantemente virtual.

En el mundo real y el virtual, niños y adolescentes están cada día más expuestos por el evidente y preocupante deterioro social que se airea sin inhibiciones en los diversos recursos de internet, especialmente en las redes sociales.

Una madre me reveló el caso de su hija de 17 años, quien con frecuencia sufría ataques de nervios y de ansiedad en el liceo donde está matriculada.

Le sugerí llevarla a consulta con una psicóloga y, en el curso de las terapias, ha salido a relucir que arrastra unos traumas de la niñez vinculados con el entorno familiar que ahora se reflejan en su desempeño escolar.

En las últimas dos semanas han salido a relucir preocupantes casos de suicidios de niños y adolescentes –por cierto pésimamente manejados por los medios de comunicación- una triste realidad a la que debemos como sociedad prestar una especial atención.

Permítanme presentarles el ejemplo de Canadá. A principios del presente mes, una información describió un panorama tétrico de la salud mental de niños, adolescentes y jóvenes en esa nación, debido a décadas de escasez de fondos en ese ámbito, realidad que se ha agravado tras la pandemia de Covid-19.

Cita que Canadá está lidiando con una "bomba de tiempo" de violencia, adicciones y suicidios vinculados a deficientes servicios de salud mental para sus jóvenes.

En las calles y el metro de Toronto, la ciudad más grande de Canadá, se puede ver a muchos jóvenes deambulando con la mirada perdida o gritando frases incomprensibles, algunos por sobredosis de opiáceos.

En Toronto, la situación ha alcanzado un nivel de crisis tal que el exalcalde John Tory convocó a una cumbre nacional de salud mental para abordar la realidad que abruma a tantos adolescentes y jóvenes.

Y si eso ocurre en un país desarrollado como Canadá, que le espera a República Dominicana, donde también hemos experimentado una involución en los servicios de salud mental en sentido general. Y ni hablar de esa apatía con nuestros niños y adolescentes tan expuestos en una sociedad inmersa actualmente en una crisis de valores.

En mi niñez, nunca le vi sentido a aquel mensaje de advertencia que escuchaba cada día por radio y televisión: “Son las diez de la noche: ¿sabes dónde están tus hijos?”. Porque mis padres estaban siempre muy atentos a todo cuánto hacía, con quién me juntaba y a dónde iba, siempre con previa autorización.

Pero, según fui creciendo, entendí que el rutinario mensaje estaba dirigido a esos padres que siempre “han soltado sus hijos en banda”, a aquellos que en el pasado análogo y en el presente con predominio virtual, se mantienen ajenos a las constantes amenazas que se ciernen sobre sus vástagos.

Las veces que en diversos artículos he escrito sobre la realidad de los niños, niñas, adolescentes y jóvenes dominicanos, las retroalimentaciones que recibo de mis asiduos lectores giran en torno a una elocuente sentencia: “Todo comienza en el hogar”.

“Sabes dónde están tus hijos o si están en línea”, debería llegar actualmente como mensaje de advertencia, a cualquier hora del día o de la noche, ya no por radio y televisión, sino a los celulares de esos padres tan ajenos a los anhelos, preocupaciones y traumas de sus hijos.

Las señales actuales indican que padres y sociedad en general deberíamos encender las alarmas y estar más atentos. Como Canadá podríamos ya tener activa nuestra propia “bomba de tiempo”.