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FIGURAS DE ESTE MUNDO

Amor incondicional

En enero de 1889, la madre del gran filósofo alemán Friedrich Nietzsche recibe la noticia de que su hijo se ha enfermado de la mente en Basilea, Suiza. Allí los médicos han diagnosticado: “Incurable y para internamiento perpetuo”. Pero la madre se resiste a creerlo. No cree, porque no lo quiere creer, que su hijo, su idolatrado “Fritz”, esté loco.

Finalmente los médicos, después de titubear mucho tiempo, entregan para su custodia a la anciana y débil mujer el enfermo mental que tiene espantosos arrebatos de frenesí. Desde este instante la madre va a ser su única enfermera. Y todo lo que vive después se lo escribe de la manera más enternecedora al mejor amigo de su hijo.

Por esas cartas se presiente la espantosa carga que ha tomado sobre sus hombros aquella madre al querer cuidar exclusivamente al caprichoso enfermo, vigilarlo, lavarlo, alimentarlo, vestirlo, emplear invariablemente en él doce horas del día, para después, en lugar de descanso, mientras él duerme, atender a los quehaceres domésticos, y esto uno, dos, cinco años, sacrificando toda su vida al loco para su mejoría o, mejor aún, su curación. Pero por benévola providencia ella no tuvo que ver el fin estremecedor de su hijo, pues falleció antes.

En la primera carta a los tesalonicenses, Pablo manifiesta un afecto por aquellos hermanos como el de una madre por su hijo, que está dispuesta a sacrificar su vida por él, así como Cristo estuvo dispuesto a renunciar a su propia vida por salvar a la humanidad. “Antes fuimos tiernos entre vosotros -dice el Apóstol-, como la nodriza que cuida con ternura a sus propios hijos” (1 Tesalonicenses 2:7).

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