La otra ley de tránsito
El semáforo da el verde, los carros no se mueven y comienza un desesperado tocar de bocinas. Pasados unos segundos, todo el mundo asume lo evidente, que un agente de la DIGESETT está dirigiendo el tráfico, de ahí el atasco.
Yo miro el semáforo en verde y al pobre mártir del agente y me deleito en el subdesarrollo en que nos estamos consumiendo; a veces -si es de noche- visualizo las calles teñidas de luces rojas como si fueran glóbulos dentro del sistema circulatorio de un cuerpo -el social- y cada tapón vendría a ser entonces el coágulo que atasca una arteria y llego entonces a la misma conclusión: la ciudad se está infartando, la ciudad es un cuerpo moribundo.
Nada cristaliza y representa mejor nuestro fracaso como sociedad que el problema del tránsito. Gobierno tras gobierno, inversiones tras inversiones, discursos tras discursos, millones tras millones y el problema sigue ahí, creciendo.
Todos los estudios ya han sido hechos, todas las soluciones están planteadas, todo experto que tenía que decir algo ya lo dijo y, sin embargo, lo que menos me preocupa del tránsito no es que no haya solución a corto o mediano plazo. No. Lo que me preocupa es que la disolución social que tarde o temprano barrera con todo lo establecido se está manifestando en las narices de la autoridad y no hacemos nada. Manejar en nuestras calles constituye una escuela de violencia social, una exaltación de la impunidad, una apología a la ilegalidad. En nuestras calles aprendemos a violar la ley, aprendemos que no hay consecuencias, aprendemos a ser peores ciudadanos.
Las guaguas se desvían por donde les da la gana; los motoristas -por manadas- violan el rojo en la cara de los agentes, se suben en las aceras e increpan al peatón para que se haga a un lado, se meten en vía contraria; los vehículos pesados hacen sus rutas al margen de cualquier autorización previa; los carros doblan donde no deben y se parquean donde quieren y los agentes de la DIGESETT no hacen nada, absolutamente nada.
Hemos tocado fondo en el proceso de disolución social que vivimos. La autoridad carece de autoridad y no hay sentido ni incentivo para exigir el cumplimiento de la ley. En un orgiástico laissez faire, el relato es insuficiente frente a los hechos; la ansiedad, la frustración, la violencia y la rabia están presentes en la mente de todos los individuos que no alcanzamos a entender cómo no podemos organizar algo tan básico. En lo que pienso todo esto, el semáforo vuelve a dar el verde y seguimos en el mismo tapón, sin avanzar.