OTEANDO
Amor pitagórico, amor hipocrático
Fue una relación numérica, y simbólica: estuvo regida por los signos mayor que (>) y menor que (<). Ella tenía su pareja, por lo que, en puridad, él devino elemento neutro respecto de esa suma de monomios. Sin embargo, lo envolvió en la ilusa pretensión de que él sería la anhelada y equilibrante hipotenusa de dos catetos sin rumbo; y él asumió, con gusto, su rol de equis (x) en una regla de tres en la que su naturaleza de incognito lo sumió en la incertidumbre permanente. Su horizonte se tornó cada vez más azaroso, ya que un día podía resultar un conjunto universal, y otro, un conjunto vacío.
A pesar de todo, fue feliz, así, ignorando que ella, aprovechándose de la mesmeridad de que era dueña, lo arrastró a sus pies para regodearse en el sádico juego que lo convirtió en el despreciable denominador de un quebrado impropio. Ignorando -en su papel de torpe minuendo- que, con su entrega y obsesión, cada día hacía más túrgida la silenciosa, pero taimada egolatría de aquella a quien llegó a considerar su “premio mayor”.
Sí, fue un juego. ¿Para qué iba a negarlo? Fue un juego masoquista -para él-, cuestión deducida de que sus ganancias fueron sus propias pérdidas. Un juego de satisfactorias disminuciones en el que, en cada encuentro, ella -obrando en consonancia con su ínsita compulsión- le consumió, hasta agotarlas, las millonarias posibilidades de su humana multiplicación. Un juego que se volvió más placentero en la medida en que se lo reconoció más pecaminoso. Un juego que obligó preferir las culpas a frenar la sublime realización de los deseos.
Treinta y nueve años mayor que ella, él olvidó la regla algebraica de que más por menos da menos (+x-=-) y que, por tanto, ese amor favorecía las divisiones y las restas, pero jamás las sumas. Se sumergió en la lujuria exponencial que -como ninfa desahuciada- ella le prodigaba, indistintamente, en fechas nones y fechas pares. Fue como un caluroso apareamiento entre Venus y Júpiter, fogosa expresión de una baja pasión que penetró en la médula hasta volver incontables los glóbulos blancos, y cada vez más escasos los glóbulos rojos, derivando así en la septicemia de los instintos y la angustiosa y aplásica anemia de aquello que él había llegado a llamar su “universo ontológico”. Él le reclamó las promesas debidas, y ella le contestó: “Las promesas son hechas para romperse un día”.