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EL DEDO EN EL GATILLO

Cuando se termina el baile

“Bailar de lejos, no es bailar es como estar bailando solo tú bailando en tu volcán y a dos metros de ti bailando yo en el polo…” (Sergio Dalma, barcelonés, 2014)

Esa canción pasó de moda. Pero no se olvi­da. Nos recuerda una época sublime. Pa­ra bailar había que sa­ber. No estoy ofendiendo a nadie, ni añoro “un pasado que no volve­rá”, pero antes imperaban las téc­nicas danzarías: Desde las cortes francesas del siglo XVII hasta en los arrabales de Buenos Aires. Mientras el tango se imponía a la obsoleta aristocracia riopla­tense, algo conspiraba contra lo sublime. En los espacios de otrora la enseñanza era obli­gatoria antes de subir a un es­cenario con una pareja para demostrar habilidades con los pies, junto al rítmico bambo­leo. Había ritmos, disciplinas, tendencias y maneras. Con­vocar al baile no solo necesi­taba deseos, sino habilidades. Era vital exponer el rigor de lo aprendido al rítmico ulular de los cuerpos moviendo sus ins­tintos con magnífica cadencia.

Algo subía por los pies hasta el cerebro al bailar de esa forma. No era necesario el reto del alco­hol, ni la piel tatuada, ni el humo de cigarrillos desbordados. Solo importaba la sensualidad, ese hi­lo interior imposible de ocultar. Eran símbolos de respeto.

Pero el tiempo también se pin­tó ojos y labios. Junto al disfrute espiritual, se crearon concursos de baile, a manera de espectácu­los. Incluso, se filmaron pelícu­las extenuantes donde las horas de descanso no existían y las pa­rejas enfrentadas confundían so­les y lunas (Ver a Jane Fonda de manos de Sidney Pollack en “Bai­le de ilusiones”, 1969). Aquellos fueron retos comerciales donde la denuncia social caía en el ban­do adecuado. Los premios no re­compensaban el talento de los danzantes, sino la habilidad de mantenerse en pie, vencer a to­dos. Esas fueron excepciones (En “Mi último tango en París” un Mar­lon Brando irreverente le mostró sus nalgas al gran jurado de Fran­cia).

Poco se ha escrito sobre el nuevo tipo de baile suplantador del en­cantamiento ritmático. Se ha im­puesto la danza amorfa, una ma­nera peculiar de moverse donde los ritmos se confunden y las mira­das cruzan abismos como si fueran naves a la deriva en mares tormen­tosos.

En sitios frecuentados por esas aglomeraciones de neobailarines, se distinguen seres variopintos.

Seres que no saben qué es bailar.

Saltan incontrolables encima de un escenario. Quieren llamar la atención y también inducir suspi­cacias. No alcanzan cielos ni in­fiernos, sino reptiles invisibles que atan sus pies a un sueño impropio.

Me explico. Las rostros se con­funden con campanarios abando­nados. Gestos y manos suben y ba­jan como buscando un altura que no existe y los rostros dan vueltas sobre sí mismos sin nada que ocul­tar, como si el tiempo no existie­ra: Se forman parejas ajenas a lec­ciones de galantería enbusca del sexo salvaje. No hay reglas pa­ra piruetas, y movimientos al va­cío. Y lo peor: se bebe y se fuma sin control mientras un DJ, a to­do volumen.difunde una música hermafrodita, subida de todo, pa­ra que la testa deje a un lado cual­quier reflexión y abra paso al des­control emocional.

¿Qué ha pasado? ¿Ya no hay rit­mos, ni cultores en pianos y guita­rras que sepan explorar?

Hasta hace poco, los bailes eran el centro de la fiesta. Algunos lo hacían para cortejar a sus ama­das, y otros no. Era importan­te repetir los pasos de cada ritmo para demostrar la cadencia per­sonal, ya bien coreográfica, junto al al estricto movimiento de pies y caderas.

En la República Dominica los ritmos han sobrevivido a la furia de esta imprevista renovación bai­lable, donde la ausencia de técni­ca se evidencia como angustia. El pueblo dominicano ha hecho suyo tres ritmos: el merengue y la bacha­ta y la salsa, y no hay empresario, ni congregación humana, ni DJ que se los quite.

Hoy me voy a quitar la palabre­ría del bardo y saldré a la calle en chancletas:

Estoy convencido de que esta crisis será superada porque las nuevas generaciones que bailan el mambo como si fuera rock, encontrarán su propia forma de expresión. Ellos tuvieron un pa­sado, malo o bueno, y nunca se podrán librar de él, aunque lo odien con todas sus fuerzas. El libertinaje a la corta o a la larga, siempre termina como murciéla­go errante.

Yo creo en la Generación Z, co­mo ayer respeté a los Milenials. Pe­ro en algunas cosas no estamos de acuerdo. Y el baile es una de ellas.

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