El dedo en el gatillo
Al ritmo del Cha cha chá
El maestro Enrique Jorrín fue mi amigo. Y de mi familia. Cada vez que llegaba a mi casa, mi esposa lo colmaba de atenciones. Mi pequeña hija Roxana aprendió a distinguirlo como persona y como músico.
El famoso violinista y compositor sabía controlar su ego. Tenía cartas marcadas. Arrastraba una enigmática estructura contraria a mi propuesta de escribir sobre su vida. El pasado intentó sangrarlo con espinas porque había mucha ambiciónde por medio. El único pecado de Jorrín fue quedarse en Cuba, y no por razones políticas, sino familiares: Pertenecía a la estirpe de los que dan la vida por los suyos. Recordé mis breves años de abogado y asumí su causa como mía. En otras palabras: Jorrín no era comunista, cubano sí.
Lo visité en uno de mis tantos piques culturales. Enfrenté ese rostro afable y sonriente que nunca ocultó.
-Ese es el señor periodista –su madre le informó mientas me extendía su mano abierta.
Conoció de mis entrevistas a sus profesores; mis visitas al Conservatorio de La Habana donde pude consultar su expediente académico y escuché el testimonio de otros músicos de su generación. Cuando le mostré el material acumulado, fue sincero conmigo:
-Si escribes sobre el Cha cha chá te vas a meter en problemas. Un tema estrictamente musical se ha convertido en otro tipo de plataforma –me alertó.
En aquel momento no le di importancia a sus palabras. De haberlo hecho, mi entusiasmo habría andado con más cautela.
Comenzamos a trabajar a mi regreso de Bulgaria, en 1985. Nuestras entrevistas se interrumpían por sus constantes contratos de trabajo en México, país donde era aclamado como un rey. Cinco años a su lado me permitieron organizar su vida. Me adentré en algunos conflictos de la música popular cubana donde las ambiciones personales, las puñaladas traperas, la compra de conciencias y las fábulas infundadas intentaron hacer mella en su honorabilidad.
El método de escritura fue a través de la grabación. Una hora por jornada. Después, transcribía su historia y comprobaba su versión. Por suerte, los periódicos cubanos reprodujeron el pleito por la paternidad del Cha cha chá. En los años cincuenta tenía olor a novedad.
Al final de las entrevistas, mi turno escritural ideó un esquema. Lle di forma a una papelería apasionante. Mi desencanto vino después, pues no encontré editorial para el proyecto. Me daban largas. No me quedó otro remedio que informarle mi punto de vista:-En Cuba será imposible imprimir el libro. -El Cha cha chá ya no importa. –le dije, tratando de ocultar mis sospechas sobre una supuesta complicidad en su contra. Pero Jorrín no era tonto. Se dio perfecta cuenta de mi ocultamiento. Por eso preguntó:
-¿O no importa su verdadero creador? –su voz se escuchaba quejumbrosa.
-Entonces lo publicaremos en México –le propuse.
– Yo no conozco a nadie allá dedicado a esos menesteres, pero mi compadre sí.
Aquellos sueños se quebraron con mi viaje definitivo a Santo Domingo. No vacilé incluir el manuscrito como parte de mi equipaje de mano, junto a una inmensa cantidad de fotos familiares y artísticas. Recuerdo la insistencia de mi padre en publicar de inmediato esa obra en Quisqueya.
-Te hará famoso, no la lances a un segundo plano –fueron sus palabras.
Solo que en esos momentos, en la República Dominicana no interesaba un libro sobre el Cha cha chá, ni mucho menos sobre el maestro Jorrín, ni acerca del éxito internacional de la música cubana. Incluso, en la editorial donde trabajaba me convencieron del no lanzamiento del volumen dentro del país: Solo produciría pérdidas mercuriales imposibles de cubrir por un recién emigrado cubano.
Ante mis condiciones personales poco favorables para llevar una vida de escritor, no tuve otro remedio que guardar aquella obra dentro de una maleta en el almacén de una empresa. No sabía entonces la fugacidad aquel escondite: sería el final de tan anhelada difusión. El maestro Jorrín falleció mientras el libro permanecía oculto, esperando por un efímero destino editorial. Y volví a comprender la similitud entre el triunfo y la derrotan cuando batallan a plena luz del sol, pero bailan juntos en la noche, sin estrellas. Y lo hacen al ritmo del Cha cha chá.