El dedo en el gatillo
Esto es solo la punta del iceberg
La dignidad es un líquido mezclado con la sangre, y corre en todas las venas por igual. Inyecta todo tipo de respeto por mirar de frente al Sol. No importa la cuna o abolengo de su dueño.
Eso lo aprendí de Frankz Kafka. Su novela “El proceso me enseño a vencer mi dosis de inocencia.
También aplacó mi inmadurez tardía. Con otra de sus obras “La metamorfosis” descubrí que ningún cambio puede revertir la suerte del destino.
Muchos lectores de hoy desconocen esos dos monumentos. Quienes tuvimos la suerte de entenderlos, vimos el multicolor.
“El proceso” es la historia de un hombre conducido, apresado, juzgado y sancionado por un supuesto delito que ni cometió, ni se le informa. Al final, el condenado acepta su desgracia porque una mentira dicha mil veces, llega a ser verdad.
El libro no solo expone la crudeza burocrática y premeditación de interrogatorios. Esas páginas transpiran la impotencia ante el poder. La presencia de abusos de todo tipo para obligar la aceptación de una conducta inexistente, ni el aplauso a una verdad incierta.
La vida de un actor no termina cuando cae el telón, sino cuando comprende que debe prepararse para asumir otro personaje, muy distinto al que acaba de morir.
Nunca he visto una puesta en escena de “El proceso”, pero sí su implacable versión cinematográfica, dirigida y coescrita por un llamado Orson Welles.
Nadie se ha atrevido al remake por temor a dar vida a un Joseph K, consagrado en la piel de Anthony Perkins.
Otras obras han rozado un mensaje similar, donde se demuestra el poco valor a la especie humana cuando se decide contra ella una condena injusta.
La vida de un personaje termina con la puesta en escena, Igual ocurre con un director de orquesta, con la responsabilidad de dar vida a la Novena Sinfonía de Beethoven para un público de cinco mil personas, en un solo concierto.
En mi juventud me vinculé al teatro universitario de manos de Lidia Montes, una experta dramaturga a quien mucho le debe el histrionismo antillano. Ella me subió a un escenario encarnando a pequeños personajes, casi todos regordetes e insignificantes de la trama principal.
Mi trabajo iba bien hasta un día, durante el estreno de la obra “Piezas de Museo” de Raúl González de Cascorro. Sin darme cuenta alteré el bocadillo del sacerdote del pueblo frente a la madre de un joven subversivo: En lugar de “’Resignación, hija, resignación” , grité a todo pulmón” “Resingación, hija, resingación”. El silencio se adueño de la sala hasta el final de la obra. Me parece que por vergu¨enza, alguien sonrió mi iniciativa, pero Lidia Montes, no. No volví a pisar las tablas por el resto de mi vida.
La vida de un empresario, corre negocio tras negocio. Unos buenos, otros mejores y otros pudieron haber sido. Pero, a diferencia del actor, su vida se transforma en éxito monetario, no en realización espiritual. Cultura y economía son dos mundos distintos que no han aprendido a darse la mano por la arrogancia de unos y la vagancia de otros. El empresario es quien patrocina, y el actor vive de la rentabilidad ajena porque su producción solo se cualifica.
Ciertos artistas han devenido en empresarios aunque saben que navegar contracorriente no es dado a mentes capaces de asumir duplicaciones. No hay acuerdos en un mundo donde las finanzas se han echado al arte en sus bolsillos. La publicación de un libro hoy, como Dios manda, tiene sus padrinos, al igual que la vida de una compañía de teatro independiente.
En “La Metamorfosis” sucede la diatriba. Kafka se acerca a la personalidad de quien busca el otro “yo” en forma no humana. Al final, su protagonista queda en el limbo y la doble lectura cae por su propio peso: Al regresar a su forma anterior, el personaje no abandona un instinto llamado escrúpulo.
La obra de Kafka no deja de ser recomendada en el mundo occidental frente al rigor comercial del empresario. Pero en sitios necesarios de lectura, la realidad es a la inversa. Letras y dinero son rivales en eterno desafío que tarde o temprano caerán de bruces por sus propios intereses. El alma del artista se parte a la mitad cuando sale a la calle en busca de una historia que no le pertenece. Escribir un buen poema no contraviene el acto de colocar las piezas de un reloj. Son oficios distintos. El primero es vulnerable, circunstancial y emotivo. El segundo es un simple tecnicismo en alfileres. En este siglo, donde el mundo se ha vuelto un muñeco de cartón, suceden emigrantes, no inmigrantes
Se va lo bueno de cada país, y lo que queda, le da lo mismo un baño de sal que un amanecer descalzo. Muchos olfatean colmadones, zonas francas y relojerías baratas. Nada saben de bohemias, ni de Kafka, ni Beethoven, ni danzantes. La soledad no les asusta, aunque en su fuero interno los despierta a media noche frente a una terrible pesadilla.