El apetito de acceder a los símbolos del poder
Escuché a una persona que procura empleo en una institución del gobierno decir: “Seguro se me pega algo”.
Ignoro la intención de la expresión “pegarse algo” y de ese anhelo por acceder al Estado, pero no pienso que el interés esté vinculado a la intención de alcanzar méritos o de tener un excelente desempeño.
Es más bien ese afán desmedido de estar cerca de esos símbolos del poder y el dinero fácil. La actitud es propia de la idea tan culturalmente metida hasta los tuétanos de que el Estado es un botín y un instrumento que nos permite influir sobre el resto de los ciudadanos desde una posición de supremacía o desde el más simple carguito que nos arrima a las mieles del poder.
Esos símbolos del poder son los que llevan a un senador a usar sus influencias para sacar a un imputado de la cárcel solo por la autoridad que le confiere el cargo. O a un ciudadano a despotricar contra un agente de tránsito que quiere aplicarle la ley, solo porque tiene un familiar en el gobierno o con un alto rango en las filas militares o policiales.
Son esos símbolos que han llevado a miles de servidores públicos, grandes y chiquitos, a la corrupción que ha encontrado en la impunidad a su mejor aliado para perpetuarse.
El presidente Luis Abinader, en una rendición de cuentas el pasado 16 de noviembre con ocasión de sus primeros 90 días de gestión, prometió que la corrupción de su gobierno y de administraciones anteriores será castigada, sin importar que provenga desde el más alto hasta el más pequeño de los servidores públicos.
Es un anhelo aplazado desde los primeros años de la República que se espera no quede en una simple retórica, sin ningún efecto aleccionador que la ataque sin reparar en que sea chica o grande. A fin de cuentas es simplemente corrupción, una vergüenza histórica que no debemos aderezar simplemente por el tamaño.
Abraham Lincoln, el decimosexto presidente de Estados Unidos, retrató cómo el poder transforma a las personas con una frase que ha quedado para la posteridad: “Casi todos podemos soportar la adversidad, pero si queréis probar el carácter de un hombre, dadle poder”. Y el historiador romano Tácito planteó en otra sentencia con sabiduría los efectos de inobservar sus límites: “Para quienes ambicionan el poder, no existe una vía media entre la cumbre y el precipicio”.
El poder envanece y emborracha, te lleva a actuar sin reparar en los límites que imponen las posiciones, solo con la mira puesta en la influencia y el dinero fácil que puede aportar.
Y la expresión más oprobiosa del poder mal utilizado, la corrupción, puede tener enormes tentáculos -como el calamar- que le permiten alcanzar dimensiones colosales, o las diminutas patitas de la araña que teje su red a la espera de que simplemente “se pegue algo”.