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COLABORACIÓN

El trabajo de cuidar al mundo

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MONS. FERNANDO OCÁRIZSanto Domingo

El día del tra­bajo, este año, invita a con­siderar diver­sas realida­des y aspectos, que la crisis del coronavirus ha puesto más de relieve: que en el mundo hay tantísimas per­sonas buenas; que el pro­greso ha de ir unido a un dominio de la naturale­za que sea a la vez respe­to; que dependemos unos de otros; que somos vulne­rables y que una sociedad, para ser humana, necesita ser solidaria.

En la respuesta a la pan­demia, resaltan sobre todo las profesiones relativas al cuidado de las personas. Palabras relacionadas con “cuidar” ocupan los titu­lares: acompañar, llorar, proteger, escuchar… Es­ta situación nos hace pen­sar sobre el “para qué” y el “hasta dónde” de cual­quier trabajo. De alguna manera, comprendemos mejor que el servicio es el alma de la sociedad, lo que da sentido al trabajo.

El trabajo es más que una necesidad o un pro­ducto. El libro de la Sa­grada Escritura que relata los orígenes de la humani­dad señala que Dios creó al hombre “para que tra­bajara” y cuidara del mun­do (Génesis 2,15). El tra­bajo no es un castigo, sino la situación natural del ser humano en el universo. Al trabajar, establecemos una relación con Dios y con los demás, y cada uno puede desarrollarse mejor como persona.

La reacción ejemplar de tantas y tantos profesiona­les, creyentes o no, ante la pandemia, ha manifestado esta dimensión de servicio y ayuda a pensar que el desti­natario último de cualquier tarea o profesión es alguien con nombre y apellido, al­guien con una dignidad irrenunciable. Todo traba­jo noble es reconducible, en última instancia, a la tarea de “cuidar personas”.

Cuando procuramos tra­bajar bien y en apertura al prójimo, nuestro trabajo, cualquier trabajo, adquiere un sentido completamen­te nuevo y puede hacerse camino de encuentro con Dios. Hace mucho bien in­tegrar en el trabajo, aún el más rutinario, la perspecti­va de la persona, que es la del servicio, que va más allá de lo debido por la retribu­ción percibida.

Como ya en los primeros tiempos del cristianismo, se advierte también ahora con fuerza el potencial de cada laico que intenta ser testigo del Evangelio, codo con co­do con sus colegas, compar­tiendo pasión profesional, compromiso y humanidad en medio del sufrimiento presente provocado por la pandemia y la incertidum­bre futura.

Todo cristiano es “Igle­sia” y, a pesar de las pro­pias limitaciones, en unión con Jesucristo puede llevar el amor de Dios “al torren­te circulatorio de la socie­dad”, en una imagen que usaba san Josemaría Es­crivá, que predicó el men­saje de la santidad a través del trabajo profesional. También con nuestro tra­bajo y nuestro servicio po­demos hacer presente el cuidado de Dios hacia ca­da persona.

La celebración del 1 de mayo es hoy también pre­ocupación por el futuro, por la inseguridad laboral a corto o medio plazo. Los católicos acudimos con es­pecial fuerza a la interce­sión de san José Obrero, para que nadie pierda la es­peranza, que sepamos ajus­tarnos a la nueva realidad, que ilumine a quienes tie­nen que tomar decisiones y que nos ayude a compren­der que el trabajo es para la persona y no al revés.

En los próximos meses o años, será importante “ha­cer memoria” de lo vivido, como pedía el Papa Fran­cisco, y recordar que “nos dimos cuenta de que es­tábamos en la misma bar­ca, todos frágiles y des­orientados; pero, al mismo tiempo, importantes y ne­cesarios, todos llamados a remar juntos”.

Ojalá este 1 de mayo nos lleve a desear que la libertad recuperada al término del confinamien­to sea verdaderamente una libertad “al servicio de los demás”. El traba­jo se hará entonces, co­mo es el designio de Dios desde el principio, cuida­do del mundo, en primer lugar, de las personas que lo habitan.

El autor es prelado del Opus Dei

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