EL DEDO EN EL GATILLO

Morí cuando ella murió/ y me enterraron con ella

Acaba de fallecer en La Vega, doña Nidia Taveras, mi madre dominicana. Solo una vez me he sentido más triste que ahora. Fue cuando perdí a mi progenitora, doña Avelina, golpe por el cual no me repondré nunca.

Cuando se ama a una madre, su pérdida destruye. Pero cuando se pierden a dos, como el caso en que vivo ahora, el ángulo vital reduce su existir. Sin ellas quedamos condenados, y eso nunca deviene en lontananza.

El hecho de recordarla no es por coincidencia. Meses atrás escribí la anécdota del poeta cubano Manuel Navarro Luna.

Junto a Nicolás Guillén, era miembro del Partido Comunista de Cuba en tiempos del dictador Fulgencio Batista. Hombre sencillo, humilde y brillante, Navarro Luna sobresalía por sus firmes convicciones. El gran amor de su vida fue su madre, doña Martina. A ella dedicó, poco después de su muerte, la primera elegía en décimas de la literatura cubana. Sus dos versos finales son antológicos: “Morí cuando ella murió/ y me enterraron con ella”.

Estos versos no cayeron muy bien dentro de la cúpula roja cubana. El poeta fue criticado y amonestado del Partido. Durante los primeros años del triunfo de la Revolución, algunos tampoco querían “comulgar” con Navarro Luna por la supuesta mancha en su expediente político al sentirse morir junto a su madre. Navarro Luna nunca dejó de ser comunista, al igual que Guillén. Pero no lo cortés no quita lo valiente: el cerebro jamás podrá ignorar el valor de sus lágrimas.

He conocido personas que se han destruido tras la muerte materna. Pero ninguna de ellas tuvo un significado que llegara a convertirse en símbolo de hombradía, y a la vez, en metáfora de un país entero.

A mi madre le debo lo poco que soy. Su voz supo llegar a la hora de “recoger los bates”. Vivió triste porque en materia de amores no fui lo que se dice feliz. Sufría mis romances frustrados y mis matrimonios breves: “Es que a ti siempre te han gustado las mujeres locas”, me decía. También criticaba mi ansiedad: “Vas a triunfar el día que no seas tan desesperado”. Ella encendió la chispa de mi libertad militar. Después de pasar dos años como maestro en una lejana prisión de Oriente como miembro del Servicio Militar Obligatorio, se las ingenió para mi regreso a las calles habaneras. Movió cielo, tierra y demostró mi “supuesta” ineptitud ante el cumplimiento del deber. Sicólogos y dirigentes políticos recibían sus recordatorios de que en esa nueva Cuba, cada persona debía de estar en el lugar más útil. Su presencia en el Estado Mayor del Ejército de Oriente para reclamar mi licenciatura militar estremeció las chamarretas. Yo también puse de mi parte y un día salí por los pasillos del Palacio de Justicia de Santiago de Cuba con gestos desafiantes. Volví sin medallas, pero con una carta donde hacía constar mi baja militar definitiva. Ahí comenzó la otra parte de mi historia.

Como los mejores cariños de doña Nidia Taveras guardo especial devoción por sus silencios. Ella sabía mi tristeza por la ausencia de los míos, y sabía cómo protegerme sin molestar mi intimidad. La mayor parte de mi vida vegana transcurrió en la residencia que compartía con su esposo, don Aníbal Guzmán. Sin darme cuenta, ella velaba mi sueño en madrugadas donde el dolor ante el recuerdo me doblaba la razón. En una de esas veladas, recibí una llamada telefónica de urgencia para su hijo Tony, quien es un reputado anestesista. Ese día yo estaba en medio de uno de mis tantos sueños reprochables, y confundí la voz la de algún equivocado.

-No, Tony no se encuentra –fue mi respuesta a secas.

Por suerte ella, como madre al fin, intuyó la presencia de su hijo y fue a despertarlo. Al siguiente día y a manera de broma, me dijo: “Si mamá no me despierta anoche, hubiera perdido unos cuantos miles de pesos”.

Doña Nidia era el alma de aquella inmensa familia llena de amor y de bondad, como lo fue mi madre de la mía y, como supongo, también fue doña Martina de Navarro Luna (salvando las distancias). Porque, como madres al fin, nosotros los ilusos, siempre las creemos encumbradas en la llama vital de la eternidad.

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