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El dedo en el gatillo

Fidel Castro y yo: un segundo round frustrado

Cuando me anunciaron la visita de Fidel Castro, vacilé en permanecer o no en la emisora. Sabía que su costumbre era llegar a los sitios haciéndose el pendejo, como si no supiera nada, para que la gente le informara y el adaptara su discurso según su propia conveniencia.

Su afición era contradecir a todo el mundo para demostrar que él siempre, además del liderazgo, era el símbolo de la razón. Y se lo permitíamos porque, contra su ego, nada era posible.

Como siempre ocurría en estos casos, el anuncio de su inesperada visita ocurrió poco tiempo antes de la hora señalada. Con la prisa del fuego, la gente hizo lo que pudo para engalanar la redacción de Radio Habana Cuba igual que la primera vez en que él recorrió sus instalaciones. Cintillos viejos, carteles obsoletos, crayolas semi destruidas y cartelones herederos del polvo comenzaron a salir de pequeñas habitaciones destinadas a ocultar el material que, año tras año servía, malo que bueno, para lavar el rostro de la emisora.

Sin embargo, el comandante no saludaba nuestro esfuerzo de hacer oro con la basura. Desde que se abría la puerta del ascensor, saludaba al colectivo con su mano izquierda levemente balanceada en el aire mientras se dirigía por aquellas salas de redacción y cabinas llenas de equipos rusos que pretendían una frecuencia continental mucho más triunfalista que su verdadera naturaleza tecnológica.

Radio Habana Cuba era algo así como su juguete preferido en materia de radiodifusión. Allí se sentía en plena libertad de hablar lo que quisiera o de hacerse el ingenuo para ver la reacción colectiva.

En aquella ocasión, yo conducía un segmento de diez minutos en la Revista de la Mañana, programa que culminaba a las ocho en punto. Si aquel día hubiera permanecido unos minutos más, me habría topado de nuevo, cara a cara, con el líder. Sin embargo, el director de mi programa terminó mi ingenuidad con una frase más sincera que cierta: “Yo me voy en cuanto acabe. Yo tú hiciera lo mismo. La última vez que vino, él me acusó de diversionista porque le dije que esos transmisores rusos estaban obsoletos. Había que invertir en equipos modernos. Si no lo hago ahora, no podré nunca. Cuando la Seguridad invada esto aquí no se va a mover ni un alfiler. La escalera está clausurada”.

Al terminar, el director me dio la espalda y salió rumbo al ascensor. Sus palabras terminaron los vestigios de mi entusiasmo, porque en todo aquello había algo de cierto: para el poder lo único que vale la pena es una moneda bien acuñada. Lo demás puede pasar como texto a un libro de filosofía.

Recogí la cabina lo más rápido que pude, ordené las cintas, entregué el reporte del programa a la oficina de la dirección y salí rumbo al ascensor. Cuando me creía a salvo, la puerta de este se abrió en la primera planta. Y frente a mí aparecieron varios guardias bien armados que, en principio, me impidieron salir de aquel lugar. Era la avanzada de la Seguridad.

-Es que voy a buscar un encargo de la dirección. Tenemos un video preparado para el comandante –les dije. Aquellos militares se miraron entre sí. Tuve la suerte de que en ese instante apareciera el Director de Programación de la emisora, quien me saludó con entusiasmo, y me dijo-. Qué bueno que te encomendaron esa tarea. Ve y no te demores, que el comandante está a punto de llegar.

Gracias a la simulación, pude escapar de los gestos de asombro de aquellos militares que, mientras me alejaba, continuaban mirándome con dudas. Y eso que no sabían que en pocos meses saldría de mi patria para siempre.

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