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EL CORRER DE LOS DÍAS

José del Castillo o la memoria viajera

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MARCIO VELOZ MAGGIOLOSanto Domingo

La voz de los años es diferente para cada uno. Supongo que, para José del Castillo Pichardo, como pasa conmigo, cambia y tiene formas diversas según sean las etapas, momentos, lejanías y modos de reproducción en los interiores del tiempo que resuena en nuestro interior.

Mi conversación, como la de José, también rasga otoños con los que converso, o estrena silbos en la primavera de los parques de la infancia, o se regusta mirando las imágenes de Leoplan y Billiken. También me quedan las frecuencias musicales de Juan Lockward, Tete Marcial y Agustín Lara, Toña la Negra y Urcelay, entre recuerdos casi eróticos de boleros y barrios, galopando con Cupido en viejas soledades instauradas en la pasta de discos de 78 revoluciones por minuto, o en los de 45, trotando distancias que me llegan con la volatilidad amable de la voz de José Nicolas Casimiro, con su pierna vegetal, como la describiría una vez el poeta Juan José Ayuso en una carpeta de long play; imaginaria descripción para una voz a la cual alcanzaría la diabetes mellitus.

Porque cuando estamos ya en lo que muchos consideran, para engañar la ancianidad, en mas de la mitad del camino de la vida, cojear melódicamente, aun con pierna que busca alcanzar la sangre, cojear recogiendo melodías y memorias, forzando el aliento con la imaginación, como a veces nos acontece también a Diógenes Céspedes, Fernandito Casado, Cuqui Córdova, Moisés y Vinicio Lembert, y nuevos envejecientes “entrados en la lucha contra la edad”, es como algo con lo que intentáramos desde adentro, un colofón para la memoria. Pero acontece que la propia memoria combinada con la vida, es la que establece los colofones.

El calendario, un poema con números insólitos de izquierda a derecha, (amenaza), modo casi onírico de justicia e injusticia mezcladas, perro que se muerde la cola”, y que es también un árbol que ha ido dejando flores, hojas secas y frutos en el camino agreste, y que ahora parece implorar ricos y mejores sucesos.

La idea del eterno retorno nos predice el regreso.

No recuerdo si la infinidad de medicinas con las que he logrado hacer avanzar la vida, la indiferencia con la que he tratado, como meditador, graves problemas, o la fe que acompaña a mis divinidades interiores, son las huellas o las pistas del pasado. Las que me dicen que el mundo no es tan redondo, y me han producido diversas visiones de acontecimientos vitales establecidos en la memoria, objeto onírico que según el llamado “gitano de México” despierta la fragancia y el hechizo de la palabra “recordar”.

A veces creo ser una parte obligada del todo y comprendo por qué nos vemos a nosotros mismos a espaldas del mundo, y frente a un espejo, rechazando su rostro que se dice el mío, y mostrando nuestra carga de objetos más queridos y amables: material pensado o mejor soñado, la memoria es un país lejano el que recorremos llevando al hombro, con molestos o agradables asombros, parte de un almacén lirico, lleno de hechizos nunca resueltos.

Comprometido con todo lo que nos rodea, el recuerdo es parte de la tormenta desencadenada por la protesta de aquello que nos envuelve, y somos y entonces el ángel de la gurda de nuestras posesiones interiores, rodeados de fantasmas descoloridos o nutridos por luces celestiales, mientras la materialidad que nos circunda, e igual que con los sonidos que rodean nuestro espíritu como las perdidas notas de los trompos musicales de la infancia resucitando, cuyo sonido es , a veces, casi el mismo de los huracanes, el de una sinfonía o el relincho de los caballitos de madera mecidos por seres invisibles mientras escuchamos, desde nuestros adentros, el ladrido del perro que todavía nos agrede en sueños, lo mismo que el fantasma de la calle Ravelo 57, que nos ofrecía un cofre de monedas todavía húmedas debido al naufragio pirata, y las barandas de la familia Lalondriz donde nos protegíamos rechazando el llamado de nuestra madre para insistir en que el maestro Danton nos abrumara con su clase particular y soñolienta, con voz hipnótica como al fin, ahora, transponiendo tiempos y espacios, los escritos del conversatorio con el tiempo e igualmente diferente de José del Castillo, desde donde viajo al pasado en asiento de primera clase.

Todo, esta mezcla soñolienta, me permite, gracias a José, volver sobre mis rostros como los muchos que poseen las imágenes del olvido con las cuales José del Castillo “echa un conversao” con lenguaje a la vez que cambiante, es a veces parte de lo que es también un pasado colectivo, el que miro, y del que atrevería a robar frases, mientras su sonrisa gozosa de ser cronista establece periplos expandiéndose por las colinas, distribuyéndose con un gesto nada esquivo según sea el momento dentro del cual se presentan las tardes y amaneceres de su prosa, la que me acorrala desde mi entorno, aguijoneando recuerdos vivificantes y armoniosos.

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