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Pimentel, pueblo raro

En mi pueblo, Pimentel, desde los años 40 hubo la Academia Municipal de Música, dirigida por el distinguido músico francomacorisano Rafael Pimentel; don Fello había formado parte de un conjunto clásico de su ciudad. El formó a los que llegaron después, pasando por la dirección del maestro Luis Hernández y Lico Pérez, en la que muchos muchachos de mi época estudiamos. Unos, bajo la dirección de un gallego llamado Benito Díaz, y otros, bajo la tutela de Germán Santana y posteriormente Andrés Pérez.

De esa Academia surgió la Banda de Música Municipal que esparcía los tonos de piezas clásicas y merengues populares por las noches de los domingos. Frente al parque estaba El Club Pimentel Inc., y a fi nales de los cincuenta el Club Rotario de Pimentel de selecta membresía donde no todo el mundo podía entrar. También había una Logia Odfélica donde no había distinción de clases sociales.

No obstante, ya en esa época había gentes que pensaban, escribían, que se inspiraban y se congregaban para cultivar el espíritu. O sea, era una época de aristocracia y arte.

Los profesores tenían una reputación envidiable. Eran venerados, respetados y admirados por todos. Se distinguían por la forma de vestir, de hablar, de conducirse. Eran ejemplares.

Abundaban los nombres de muchos que se distinguieron en los deportes, como Mendy López, los hermanos Crousett, Manuel Padilla, y otros que aún ponen a vibrar los recuerdos con su talento para el béisbol.

Era otra su juventud, eran otros sus ideales, eran otros los paradigmas. Eran otros los tiempos. No era prioridad el afán por el lucro. No era prioridad la jeepeta y la fortuna.

La gente era humilde y sencilla, simple y generosa, franca y hospitalaria.

Tanto los de arriba como los de abajo, todos íbamos a la misma escuela, a la misma cancha, a los mismos bares, compartíamos los mismos ensueños, en fi n, todos éramos iguales en esa cotidianidad aldeana.

Era “un pueblo raro”, como lo bautizó Fellito Sánchez (Maní).

Dolorosamente hoy, en el siglo XXI, la gente ha cambiado: los pasatiempos no son los mismos, las ilusiones son diferentes, la ingenuidad no es la misma, los afanes son distintos y mi pueblo no es el mismo.

Ya en mi pueblo el tren no pita en la memoria de nadie.

Cambiamos la guitarra por la hookah, la bohemia por la bachata, la metáfora por el insulto, la quietud por el bacanal y nadie sabe quiénes fueron Nelson Duarte, ni Tonino Achécar, y ahora la noche no tiene fi n.

Ahora también son otros los héroes de la juventud, otros los deleites y otras las pasiones.

“Mi pueblo ya no es mi pueblo”.

Ni siquiera es el pueblo raro de Fellito Maní. Ni el pueblo de Amidverza. Ni el de las misas líricas. Ni el de las “calles largas y torcidas” de Mora Serrano.

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