PEREGRINANDO A CAMPO TRAVIESA

Paulo VI gritó en Populorum Progressio (1967)

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Manuel P. Maza Miquel, S.J.Santo Domingo

El 28 de marzo de 1967, unos 15 meses luego del Vaticano II, Paulo VI firmaba cinco ejemplares de su encíclica Populorum Progressio. Les mandó esos primeros ejemplares al Secretario de las Naciones Unidas; al director de la Unesco; al director de la FAO; al presidente de la Comisión Pontificia Justicia y Paz; y al presidente de Caritas Internacional.

La encíclica no ha perdido su vigencia. Casi a 50 años de distancia, Paulo VI pareciera señalar con su dedo nuestros barrios marginados y nuestros campos abandonados por campesinos que votaron con los pies contra nuestro engañoso y desigual “progreso”. Fue una “urgentísima llamada a la acción”. “Hay que darse prisa. Muchos hombres sufren y aumenta la distancia que separa el progreso de los unos, del estancamiento y aún retroceso de los otros...” (No. 29) Tenía carácter de denuncia: “son innumerables los hombres y mujeres torturados por el hambre; son incontables los niños subalimentados” (No. 45).

En aquellos años, en que grupos armados se alzaron contra una situación a todas luces inhumana, Paulo VI ayudaba a comprender, no a justificar, por qué se caía en esa tentación: “Es cierto que hay situaciones cuya injusticia clama al cielo. Cuando poblaciones enteras, faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política, es grande la tentación de rechazar con la violencia tan grandes injurias contra la dignidad humana” (No. 30).

Con fino discernimiento, el Papa distinguía entre esas revoluciones que a la larga traían nuevos males, del esfuerzo por terminar con una tiranía “evidente y prolongada”. La palabra a Paulo VI: “Sin embargo ya se sabe: la insurrección revolucionaria -salvo en caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país, engendra nuevas injusticias, introduce nuevos desequilibrios y provoca nuevas ruinas. No se puede combatir un mal real al precio de un mal mayor.” (No. 31).

Como si el Papa les estuviera hablando los hombres y mujeres de la Asociación Juan XXIII o a la Asociación de Empresarios Católicos de Santiago, su mensaje no puede ser más actual: “Entiéndasenos bien: la situación presente tiene que afrontarse valerosamente y combatirse y vencerse las injusticias que trae consigo. El desarrollo exige transformaciones audaces, profundamente innovadoras. Hay que emprender, sin esperar más, reformas urgentes. Cada uno debe aceptar generosamente su papel, sobre todo aquellos que por su educación, su situación y su poder tienen grandes posibilidades de acción. Que, dando ejemplo, empiecen con sus propios haberes...”.

En 1967, el Papa inspiraba una solución equilibrada, entre iniciativa estatal y privada aplicando la subsidiariedad: “La sola iniciativa individual y el simple juego de la competencia no serían suficientes para asegurar el éxito del desarrollo. No hay que arriesgarse a aumentar todavía más las riquezas de los ricos y la potencia de los fuertes, confirmando así la miseria de los pobres y añadiéndola a la servidumbre de los oprimidos. Los programas son necesarios para ´animar, estimular, coordinar, suplir e integrarª la acción de los individuos y de los cuerpos intermedios. Toca a los poderes públicos escoger y ver el modo de imponer los objetivos que proponerse, las metas que hay que fijar, los medios para llegar a ella, estimulando al mismo tiempo todas las fuerzas, agrupadas en esta acción común. Pero ellas han de tener cuidado de asociar a esta empresa las iniciativas privadas y los cuerpos intermedios. Evitarán así el riesgo de una colectivización integral o de una planificación arbitraria que, al negar la libertad, excluiría el ejercicio de los derechos fundamentales de la persona humana” (No. 33).

La próxima encíclica sería su cruz.

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