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PENSAMIENTO Y VIDA

Pasión y muerte de Cristo

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Rancisco José Arnaiz S.J.Santo Domingo

La última semana de la vida de Cristo nos ha llegado bastante pormenorizada a través de cuatro relatos, escritos entre el año 65 y 95 de nuestra era. Estos cuatro relatos ñel de Mateo, el de Marcos, el de Lucas y el de Juan- los oiremos, en diferentes días de la Semana Mayor, los que asistamos a todas las ceremonias de la Iglesia. A cualquiera que este familiarizado con los cuatro Evangelios le llamará la atención dos cosas. Primero la extensión dada por los cuatro a estos hechos con relación a todos los demás hechos de la vida de Cristo, lo cual nos habla de la importancia dada a la pasión y muerte de Cristo en la Iglesia primitiva. Segundo, el que los cuatro coincidan en darnos estos hechos en forma de un conjunto coherente y articulado. Todo en ellos está nucleado alrededor de cuatro puntos: prendimiento de Jesús; proceso judío; proceso romano, y el Calvario. Este hecho y la ignorancia podría llevarnos a leer estos relatos como meras crónicas de lo sucedido y creer ingenuamente que leído uno de ellos sobra leer los demás. Hoy no hay nadie que defienda que los evangelistas son simples cronistas de la época, levantadores de actas históricas. Los hechos históricos, aunque históricos ña veces un poco retocados- no era el objetivo primordial de ellos. A través de esos hechos lo que pretendían era trasmitir un mensaje espiritual, religioso. Cada evangelista, al escribir su evangelio, tuvo su objetivo. Ese objetivo es el que da la unidad y la proyección a los hechos narrados. No saber ni palpar esto es empobrecer el texto y privarse del sentido profundo del relato. La narración de Marcos es “kerigmática”, es decir, con esos hechos quiere proclamar que Jesús es el Señor y Salvador. Por eso recurre en todo momento al método paradójico, a poner el contraste de los hechos. La cruz es escandalosa pero revela al Hijo de Dios. El misterio de la cruz estremece, pero arranca al mismo tiempo un acto de fe que implica aceptación del misterio. La narración de Mateo es eclesial y doctrinal. Es la narración de una asamblea de creyentes que ha penetrado y comprendido el misterio de la cruz. Tiene contextura de breve catequesis y de esquema litúrgico. Más que los hechos le interesa la inteligibilidad de ellos a la luz de la fe. Por eso no cesa de constatar que en tal o cual hecho o particularidad “se cumplió la Escritura”, “se cumplió lo que estaba escrito”. A través de la narración se busca la penetración del misterio cristiano. En la narración de Lucas se transparenta la preocupación del escritor. Se esfuerza por dar cuenta precisa del desarrollo de los acontecimientos pero carece de la objetividad fría del narrador imparcial. Él, al mismo tiempo que historiador, es discípulo y seguidor del protagonista de su narración, Cristo Jesús, a quien ama entrañablemente. Repite varias veces que Jesús es inocente y omite deliberadamente todos los detalles ofensivos o crueles. Su recuento, aparte de narrativo, es exhortativo en todo momento. La narración de Juan insiste en el aspecto glorioso de la Pasión. El tema de la pasión glorificante vuelve una y otra vez a los labios de Cristo. Al dejar Judas la sala de la cena, el Maestro dice: “Ahora el hijo del hombre va a ser glorificado”. Al momento de la plegaria sacerdotal exclama: “Padre, glorifica a tu Hijo”. A la muerte en cruz él la llama “elevación”. Juan muestra que todo en la pasión y muerte de Cristo, hasta las mismas humillaciones, lo glorifican y son un signo revelador de la voluntad del Padre, rehabilitadota y deificante de la humanidad. Leídas las cuatro narraciones, con su perspectiva distinta y complementaria, es interesante constatar que la Pasión no es presentada por ellos como una realidad negativa. La muerte en cruz no aparece como un fracaso que es compensado después con la resurrección, ni como un episodio triste que hay que olvidar. Todo lo contrario, es una realización positiva que, según la Escritura, revela la persona de Cristo y culmina su obra y su misión. Se realiza en ella la empresa mesiánica soñada y anhelada por un pueblo y por la humanidad y se cumple la esperanza apocalíptica de una manifestación decisiva de Dios. Aceptando la humillación es como entra en la gloria. Gloria que no es la de un Mesías terrestre, sino la del Hijo de Dios que tiene una misión y la cumple con creces. Por eso ninguno de los cuatro evangelistas espera el hecho de la resurrección para proclamar la “nueva era”. Ésta comienza en la muerte de Cristo. Marcos lo testifica aduciendo dos signos: el desgarramiento del velo del templo y la confesión del centurión romano: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”; Mateo, describiendo la repercusión cósmica; Lucas consignando la conversión de muchos; y Juan, refiriendo el símbolo del agua y de la sangre del costado de Cristo abierto por una lanza. Signo y símbolo de la Iglesia. “De la visión, pues, de los cuatro evangelistas -escribe el conocido escriturista Vanhoye- se desprende la concepción de la vida cristiana que se encuentra en todos los escritos del Nuevo Testamento”. La esperanza cristiana no conduce a huir de la realidad dolorosa del mundo presente. El cristiano no espera pasivamente una intervención de Dios para que le saque de su situación, sino que conoce la necesidad de pasar “por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios” (Act 14, 22) y sabe que la participación en la gloria de Cristo implica participar en sus sufrimientos. Por ello la prueba no derrumba su confianza, sino que la fundamenta aún más solidamente. Diversas corrientes modernas, con larvados intereses, han tomado muy a pecho destruir o desnaturalizar la pasión y muerte de Cristo. Entre ellos ha habido de todo: negación de la historicidad de los hechos; negación de la divinidad del mártir del Calvario; interpretación mítica y legendaria de los sucesos narrados por los evangelistas; ideologización hábil de anhelos subjetivos; mitificación alienante religiosa de sucesos meramente políticos, y defensa amañada (apología) de posiciones tomadas de antemano. Los que así hablan y defienden acaloradamente (o con frialdad, que de todo hay) tales teorías harían bien en leer las cuatro narraciones evangélicas desde su propia perspectiva -complementarias entre sí- en que fueron escritas. Un torrente de luz iluminaría sus mentes y un aire fresco orearía sus corazones. “Cristo ha muerto -escribe Papini en su vida de Cristo- y su cuerpo agujereado sigue pendiente de una cruz invisible plantada en medio de la Tierra. Bajo esa cruz gigantesca, goteando sangre todavía, van a llorar los crucificados en el alma. Y todos los tirones de los Judas no han podido desarraigarla. Jesús enseñó algo infinitamente mejor que una sofística depurada o una moral cívica fundada en la justicia. Ha querido transformar a los seres humanos a su semejanza, según las palabras de su anunciador Ezequiel: “Yo les daré un corazón nuevo y depositaré en ustedes un nuevo espíritu, y arrancaré de su carne el corazón de piedra y pondré en Ustedes mi espíritu”. Y nos invita a la imitación de Dios, a someternos al gobierno de Dios, es decir a ser divinamente libres. “Sean santos como Dios es santo, Perfectos como Dios es perfecto. Perdonen como Dios les perdona. Amen como Dios les ama”. (cfr Vida de Cristo: la Cruz invisible).

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