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¿Hacia un Congreso “bomígrafo”?

El debate en torno a la reforma constitucional, cuyo proceso abrió anteayer la Asamblea Revisora, se ha centrado en un aspecto pírrico: la reelección presidencial; cerrar o no el paso a una probable reelección de Fernández y Mejía. El “antireeleccionismo” nacional ha perseguido hacer de los adversarios fósiles políticos. Ha demostrado responder más a coyunturas e intereses individuales que a principios. Ahora, a decir de los corrillos periodísticos, es “la comidilla”: en torno a él discurren airados los ciudadanos. Sin embargo, al influjo de riesgos mayores podríamos estar siendo sometidos, inadvertidamente. Implican cómo se gobernaría y cómo negociarán los poderes públicos. Obviar esta perspectiva inflingiría un golpe de retroceso al proceso democrático inaugurado en 1963. De la mayoría de sus presidentes (exceptuados a los “terribles enfants”) el país tiene de qué enorgullecerse, sabiendo que somos perfectibles y que el comportamiento lo determina “el ser y su circunstancia”. A pesar de esa cháchara politiquera que caricaturiza a los mandatarios ante el fracaso del populismo y el “panaceísmo” que alienta. A diario, los gobernantes reciben la “papa caliente” de los conflictos de intereses internos y externos y juegan, bateando a cientos de manos, al equilibrio en esa guerra y conflictos de Titanes, ante la codicia de depredadores locales y foráneos; de los mediocres y los “sabants”; de los demonios y los santos; Öcorreligionarios, aliados y adversarios. Las fuerzas antidemocráticas actúan en la democracia para hacer de las administraciones públicas postmodernas su instrumento: le insuflan un eclecticismo tal que hace peligrosa la paradoja de que la “res pública” disponga de las tecnologías de punta para activar la irracionalidad de sus instintos primitivos, especialmente el relativo a las posesiones individuales, a las cuotas de poder y a la praxis política asumida como “guerra por otros medios”. Sus avances convierten las victorias electorales en su patente de corso y a la “res pública”, en el cofre objeto de su saqueo. Independientemente de las estaturas, luces y adornos personales de los gobernantes, poco cambia entre gobiernos diferentes y ni Jesús se consideró santo. Si persiste algo del bien común es porque los estatutos rectores los sostienen y algún trozo de refajo ha de traer la doncella para cubrir sus impudicias. Por eso la trascendencia nacional del debate iniciado por la Asamblea Revisora. Si se apoya, arribará a mejores fines. Anteponer el interés común y los principios de control, equilibrio, proporcionalidad y rendición de cuentas fortalecerá la democracia. Desde mi humilde punto de vista llamo la atención de la Asamblea Revisora sobre el peligro de que el Congreso pase a ser uno “bomígrafo” y “bisagra”. La palabra “bomígrafo” no existe en el diccionario de la Real Academia Española, aunque localmente indica personas e instituciones que endosan sin reservas sus fueros a favor de terceros. Muchos consideran que el PRSC, al practicarlo como norma, perdió el aprecio público, descendió de fuerza mayoritaria a un escaño que ronda el 4%. Ese peligro late en los fueros que al Congreso atribuiría la reforma en curso, según lo enlista la Sección IV del proyecto: los términos “conocer” y “aprobar” limitan la función congresual de decidir, y esto es “conocer, aprobar o desaprobar” mediante el voto mayoritario de los miembros de sus cámaras. Quiero pensar que los términos responden a razones de estilo, dando por sentada la función legitimadora del Congreso (hace leyes), que la ejerce libérrimo, que es el paradigma de la democracia: elegir, votar para sancionar. “Sancionar” es legislar y castigar. En un país con apenas 4 procesos electorales sin grandes traumas, todo debe estar explícito en el documento constitucional para que sus carencias no puedan ser suplidas con interpretaciones. Los resultados de la Reforma Constitucional en curso tendrán valor para todos los dominicanos y las dominicanas. Debilitar o reducir el imperio de uno de los poderes del Estado, soslayar el interés público o abrir el paso a figuras monarquizantes afectaría negativamente el desarrollo del Estado de derecho. Quienes hoy disfruten sus beneficios y fueros los sufrirán mañana dado que gira la rueca de la vida, que cambia el poder de manos con la misma veleidad y urgencia que los estómagos de las masas. Mientras la alternabilidad regalará a otros los beneficios de sus válvulas de escape, al pueblo los castigaría siempre. Servirá a la jauría depredadora que con voracidad ilimitada empuja sus iniciativas, brega por lograrlas. La necesidad de controles y negociación entre poderes caracteriza la democracia. El Congreso no puede suicidarse. La magnitud de la crisis financiera e inmobiliaria desatada en Estados Unidos como la que vivieron algunos bancos dominicanos argumentan la idoneidad de un Congreso más competitivo en los asuntos públicos, con capacidades desvinculables de los aparatos partidarios, capaz de interpelar a funcionarios y apartarlos de las responsabilidades públicas ya que, amparados bajo la protección de un ejecutivo, uno de esos trogloditas que de vez en cuando la naturaleza lanza al ruedo político, se constituyen en verdaderos saqueadores. El Congreso podría hacer más regular y profunda esa función. Los resultados reñidos con la Ley o la moral que arrojen las auditorías de la Cámara de Cuentas han de explicarse en el Congreso, en sesiones abiertas. Como representante del pueblo, el Congreso podría convocar anualmente a todos los responsables de instituciones, descentralizadas o no, para que expliquen sus decisiones y manejos. Como norma. Y, del mismo modo, premiar el hecho de que el ejercicio público pone un saber cómo en manos de los servidores públicos cuyo derecho a aportar al desarrollo nacional desde otras esferas como, por ejemplo, el sector privado, no puede ser limitada, si se realiza con apego a la Ley y con esfuerzos y recursos propios. Al legislar, el Congreso ejerce, por esencia, el pináculo de la función legitimadora de la sociedad. Si renuncia a esa grandeza, se empequeñece; si limita sus fueros, fija residencia a las puertas del paraíso. Tema atendible porque serían los términos “autorizar, “aprobar, “conocer”, sin sus contrapartidas “rechazar” y “desaprobar” los que convocarían las sesiones del Congreso. Los acápites “c”, “d”, “g”, “j”, “k”, “l”, “n” y “p” de la Sección IV del Título III deben ser ponderados cuidadosamente. Sin equilibrar tal terminología, el Congreso se estaría emancipando hacia el limbo, fijando residencia en el territorio inútil de los formalismos. Sería un Congreso “bomígrafo” y “bisagra”. Lo que sus miembros y signos partidarios disfrutaren hoy, inexorablemente lo sufrirán mañana.

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