El músico del metro
Con saludos para Iván García, poeta de la escena. Cuando bajamos las abigarradas escaleras del metro que termina su trayecto casi al pie de la estatua de Colón en la rampa de Barcelona, tras los vidrios de un tren que pasaba y que no pudimos tomar, vimos una gesticulación suave, blanda, casi indescifrable, la que completamos cuando pasó el último vagón. El personaje, con camisa bien planchada, corbata de holán fino y zapatos lustrosos, a diferencia de los músicos de feria o de ocasión que se descubren en las estaciones del metro de todo el mundo, éste dirigía, primorosamente, a un grupo de músicos inexistentes con finos y profesionales gestos mostrando que una orquesta sinfónica de ensueños habitaba en esos momentos su interior. Por tanto no era uno de esos locos que habitan el mundo de los rieles subterráneos armados de funambulescas muecas para conseguir las monedas que la generosidad aporta. Su batuta imaginaria, sin perfiles claros porque era inexistente, volaba como un ave de giros inauditos al mismo tiempo que la música de su corazón se expresaba desde su propia introyección y sugería, por el movimiento de aquella batuta transparente, el tipo de música que estaba “dirigiendo”. No estaba de frente a los transeúntes, sino de espaldas, como si fuéramos las filas iniciales en el salón de un gran teatro barroco. El “maestro” tenía la orquesta al frente, adosada a la pared con letreros y propagandas que se imaginaban casi poéticas. El paso del segundo tren -porque habíamos quedado en gozar del silencioso “concierto”-, nos dio la sensación de que lo que sonaba dentro del corazón magisterial del músico era una mazurca. Su batuta tal vez decorada con alas de mariposa, giraba en un aire pesado que se dejaba penetrar por la “música”. Mi nieta María Fernanda, de cuatro años, preguntábamos qué esperábamos para subir, mientras que Larissa trataba de convencerla que abuelito y abuelita estaban escuchando un concierto. Para la niña era inconcebible que dejáramos pasar tren tras tren sin notar que seguíamos los giros de la gesticulación melódica de la persona, que, dueña de imaginarias melodías, se había transformado en mi interior y llamaba ya “el maestro”. Norma, de momento, como si me leyera el subráneo, me dijo: -El maestro está tocando imaginariamente “Cuentos de los bosques de Viena”, pero terminará con algo de Mozart. Norma y yo no sólo tenemos hijos gemelos, sino también pensamientos multíparos. Nos reímos cuando le iba decir que me estaba leyendo el pensamiento. En ese momento, “el maestro” señaló hacia el duro asiento en donde estábamos sentados, y dije: “Nos va complacer, pide tú”, pero no fue necesario, apenas Norma movió los labios para pedirle una pieza, con su ahora silencioso violín imaginario “el maestro inició los “Aires gitanos” de Sarasate. Sabíamos que había captado nuestro pedido, nuestro sonoro pensamiento porque sus manos digitaban y daban vida a un violín invisible de la marca Stradivarius el que a veces depositaba en el suelo para continuar con el grueso de la orquesta que había creado para los posibles oyentes misteriosos del metro de la rampa. Entramos, con los ojos cerrados que es como se penetra en este tipo de música, en la ordenación de la imaginaria orquesta y vimos ahora cómo la batuta se movía con ritmo gitano, mientras escuchábamos en nuestro interior la música y vimos al maestro en sus épocas de éxito triunfar ante un público exigente que le aplaudía y que él reciprocaba con gestos de cortesía comunes a los grandes artistas de esta disciplina. El maestro había logrado su objetivo. ¿Cuántos de los que íbamos a tomar el metro nos detuvimos durante el paso de los trenes para imaginar lo que el “maestro dirigía e interpretaba? No digo que ninguno, pero sí digo que pocos. Para alcanzar el nivel de una música que no se oye y de una realidad interpretada en gestos que apenas se descifran hay que pensar con amor en aquellos que han hecho de sus recuerdos y gestos los lugares comunes de su vida. La poesía es la voz de la biografía apagada, no se sabe por qué hecho, capaz de dar la ilusión a una personalidad estancada en el andén de una estación de metro. Quise cruzar hacia donde estaba el maestro para felicitarlo por su “interpretación”, pero el último vagón del último metro pasaba en aquellos momentos y cuando traté de indagar hacia dónde se había ido el músico, como si nos lo robaran las tantas miradas negligentes de un público móvil, burdo e incomprensivo, ya se detuvo la música imaginaria que nos acompañara. Pensé, de modo romántico, que el maestro llevaba dentro el último concierto que dirigiera y que a la vez tocara la noche en la que la mujer amada le dijo adiós para siempre.