ARTISTA

Pese a la psiquiatría: paranoia crítica, bipolaridad, Guillo Pérez y yo

Al gran artista y amigo Dionisio Blanco, en la esperanza de las resurrecciones.

Una noche de un mes de esos en los que, como todos los meses, venía, alrededor de las siete de la noche, y me recogía o me pedía encontrarnos en La Esquina de Tejas, el fallecido, amigo y cómplice del arte Guillo Pérez (Guillermo Esteban Pérez Chicón) me enseñó una de las mejores lecciones que puede aprender un hombre, por demás estudioso del arte y los artistas.

Con la cerveza servida en una copa —no la aceptaba en vaso— Guillo Pérez clavó en mí sus ojos infinitamente claros y verde-azules agudos y dijo: hay una lucha en mí, entre el hombre y el artista.

Nos habíamos trasladado al desaparecido Restaurante Mario, en la avenida 27 de Febrero, a una cuadra de la Ave. Winston Churchill.

Guillo estaba profundamente pensativo entonces. Yo lo contemplaba con el aprecio y admiración enormes que llegué a tenerle, hurgando en el gesto compungido de aquel hombre tan curtido por la vida, los colegas y el tiempo que le tocó vivir.

En esos días había leído al detalle las “Conversaciones con Picasso” (1964), de "Brassaï" (Gyula Halász, 1899-1984), y “Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin”, de Agustín Sánchez Vidal (1988), sobre esta tríada de artistas. De modo que cuando el maestro dominicano pronunció aquella frase, las referencias que transportan las neuronas activaron las sinapsis entre esa dualidad que me era bien conocida desde los días de Goya, Tolousse Lautrec, Gauguín y, en cierto modo, Van Gogh. Quizás también yo la padecía.

Algunos libros abordan el dilema arte-locura. En nuestro país, el fallecido profesor, intelectual, poeta y pediatra Mariano Lebrón Saviñon dedicó un ensayo al tema. Sin embargo, lo que Guillo Pérez indicaba con su frase no refería locura alguna. Él, además de grandioso artista, era un ser racional al extremo y, también, un estratega genial del mercadeo.

Evoqué las “dualidades” psíquicas inherentes a los artistas. Ojo, hablo de artistas, no de pintores. Muchos psicólogos sin luces creen que es patológica y erróneamente tienden a semejarla con “bipolaridad” y otros “desórdenes” de la personalidad.

A uno de esos dije: para ser artista hay que ser heptapolar.

La multipolaridad de los artistas está mal entendida. En estos, está asociada a las respuestas multi tipológicas, imprevisibles y altamente sensibles ante la diversidad de estímulos. Se trata de una especie de preeminencia de las reacciones biológicas puras, es decir de una amplia tesitura en la diversidad formal que la personalidad se manifiesta, urgida por el medio, los estímulos, los retos de la supervivencia y la auto afirmación.

Estas —auto afirmación y supervivencia—, ¿pueden interpretarse como “efectores” primarios o instintivos de los seres biológicos? Hay que volver a leer a Ernest Cassirer. Y entregar al artista una especial capacidad decodificadora, que puede transitar a la vez —y también desembocar en— múltiples y “contradictorias” opciones porque su incitante es la sensibilidad.

En este campo del dualismo, los artistas sobresalen como excepcionales. Aunque nuestro medio con retos ante la cultura y el refinamiento se resista a valorarlos en la dimensión de su importancia.

En los artistas, el arte es capaz de abrir surcos productivos y eficientes a través de estas “patologías”, liberándolos, incrementando sus desempeños. La mejor ilustración es Dalí: elaboró una teoría estética sobre una patología psíquica: la paranoia. La denominó “paranoia crítica”. En el entorno social, los intelectuales pensantes y creativos, comprometidos con lo mejor para sus disciplinas, sociedades y la humanidad, no logran algo sin devenir en “paranoicos críticos”. Se trata de un recurso consciente de vigilancia, auto-vigilancia y auto-persecución de aquello que puede obstruir o dar al traste con el ideal estético, artístico, ético, social —incluyendo el paradigma de justicia— y las metas auto trazadas…

En Che Guevara, por ejemplo, esta tri-polaridad sobrepuso al redentor sobre el médico y el burócrata; al persecutor de los atavismos comprometido con abrir cauces al ideal del “hombre nuevo” sobre sus otras personalidades. El precio: una de las muertes más triunfales y gloriosas de la Historia, colindante, quizás, con la de Jesús.

El ser carente de esta “paranoia” o “trastorno” de la conducta o la personalidad queda reducido a ser biológico y, socialmente, a masa. En el arte, queda prisionero tras las rejas y niveles de la artesanía, la vacuidad y el oropel.

En el caso del maestro Guillo Pérez, esta tri-polaridad se expresaba como tríada entre del místico, el artista que poblaba los espacios de sus sueños y mayores anhelos y el hombre —y ¡vaya qué hombre!—, donde habían otros dos: el que recorría la ciudad y los sucesos sociales movido por una compasión y compromiso de los cuales muchas veces fue víctima y “victimario” y el que silentemente atestiguaba la injusticia social de la explotación inenarrable de cañeros y tabaqueros.

Esta tri-polaridad se aposentó en su obra: a) los gallos, complacientes aunque fieros; b) los bateyes del Este y los campos de tabaco del Cibao y c) el constante vendedor. En su obra, las figuras eran engranajes inmóviles, sin luces, atornillados, con el destino invariante que capitaneaba el vagón.

Se habla del artista como ser escindido. Protagonista de un conflicto agravado ante los determinantes sociales, los roles, las opciones y oportunidades; ante la necesidad de proyección en lo gregario y la supervivencia individual y familiar. Ante el compromiso auto asumido como ser social, individuo y artista.

La sociedad de la ostentación y los poderes, la necesidad de reconocimiento, agravan en los artistas un dualismo que existe en la mayoría de las personas. La diferencia es que el artista los vive y sufre como drama y tragedia existenciales, reclamadas como precio por el arte. Y que gracias a ellas realiza la catarsis y puede, más que emerger, resurgir, pletórico de satisfacciones y obras.

Guillo Pérez no sólo lo vivía, también era consciente de vivir tal lucha y que debía superarla, como la solucionó: el artista y el hombre son incompatibles, me dijo. Viven una guerra. Cada uno brega por dominar y muchas veces uno mata al otro. Tal vez eso explique el cementerio de artistas y escritores auto inmolados, suicidados para que en la tierra nutricia de sus cuerpos florecieran políticos y toda suerte de gerentes y vendedores. En guillo Pérez, no; logró domesticarlos; convivieron en armonía a pesar del gran conflicto.

Lo que ratifica al artista es la solución fecunda y su prototipo es Gauguín: renunció a París y a su preeminencia social y bancaria para buscar un ideal y un sueño: el mito del “buen salvaje”; pintar sin reglas; vivir en libertad. Con él también viajaba el otro, el hombre Gauguín.

Cuando profirió la frase, opté por interpretar que Guillo Pérez me hablaba del gran reto de mi vida. Compartir esto, como lo hago, para impedir que el hombre mate al artista o el artista al hombre en los artistas.

Mejor advertencia y enseñanza no podía recibir un joven todavía como yo, que rondaba 30 años.

Desde entonces he vivido con aquella frase de Guillo Pérez en la memoria, guiándome; como lo tengo a él en el pináculo de mi admiración y ms recuerdos.

El hombre/artista, el intelectual fecundo y ferviente, viven al acecho y vigilantes: para que no los asalten la estulticia, la arrogancia ni esos desechos cuyo destino es el zafacón de la historia y de la trivialidad.