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MEMORIAS DE VIAJES

Medallones vacíos para los Papas que faltan

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Carmenchu BrusíloffSanto Domingo

En esta ciudad eterna, transito en un autobús junto a la muralla aureliana inmersa en los caminos de la historia. Con la nariz pegada al cristal de la ventana, pasa con rapidez ante mi vista la puerta de San Pablo, antes llamada puerta Ostienni. En el año 546, por ella entraron a Roma los godos encabezados por Totila para saquearla. A su lado, la pirámide de Cestio. En la voz del guía escucho que acoge los restos de un rey egipcio que quiso ser enterrado como un faraón. En su entorno se extiende el primer cementerio otorgado por los papas a extranjeros no católicos: el cementerio protestante o de los Accatolici.Al cabo de unos diez minutos de un trayecto paralelo al río Tíber, cuyas aguas no puedo contemplar desde mi asiento, en el amplio bulevar con una zona de estacionamiento entre árboles desciendo ante la grandiosa Basílica de San Pablo Extramuros, “testigo de dos milenios de cristianismo”. Dicen que en su cercanía fue decapitado san Pablo. Enfoco el lente de la cámara a la elegante columnata en su parte frontal, para a seguidas mirar y admirar tras el jardín que las separa, la preciosa fachada que impacta a mis ojos. Parte de ésta fue de los pocos elementos que en 1823 se salvaron del incendio que destruyó la iglesia, luego reconstruida mediante donaciones. (La basílica original fue consagrada en el año 324, ampliada y terminada en el año 395. Sus actuales dimensiones alcanzan 131.66 metros de largo, 65 de ancho y 29.70 de alto). ¡Es imponente! Me acerco al atrio donde, encendida en un brasero se mantiene una llama votiva. Es la flama paulina, un varón con hábito de religioso le da mantenimiento. Frente a mí, la puerta de la derecha, una de las principales reliquias del arte bizantino en la capital de Italia. Adentrándome en el interior de este templo, propiedad extraterritorial de la Santa Sede, cuyas cinco naves muestran bellísimos mosaicos y elegantes columnas de mármol, lo que atrapa mi curiosidad inmediata son, empero, en lo alto y paralelos a las cornisas, los numerosos medallones. Cada uno tiene la imagen de un papa, desde San Pedro hasta Benedicto XVI, este último es el único iluminado. Me hacen estremecer, sin embargo, por ser tan pocos, los espacios vacíos destinados a los futuros pontífices. Me pongo a contarlos. Tal vez me equivoque, pero apenas quedan cuatro por ocupar, aunque desde la distancia me resulta difícil de comprobar. A mi memoria acuden las profecías de San Malaquías. Más me vale echarlas a un lado. Influida aún por el sobrecogimiento que me han dejado los espacios vacíos para los próximos Papas, llego junto a un arco triunfal, algunos de cuyos mosaicos fueron salvados del incendio. Es el primer arco de este tipo que veo en el interior de un templo. Miro un bellísimo altar construido de malaquita y lapislázuli donados por el Zar Nicolás I y me entero, a la vez, que hay cuatro pilares donados por el rey Fuad I de Egipto. En lugar de acercarme al grupo que rodea al guía, tras ver el ciborio del siglo XIII que corona el altar, desciendo unos escalones que conducen a la tumba de San Pablo. Una sobria zona reducida, sin pomposidad alguna. A través de las rejas está el sepulcro. Bajo un cristal en el suelo, el ábside de la primera iglesia. A uno y otro echo un vistazo. Mal que bien, tomo una foto. En parte alguna indica estar prohibido.

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